Corte Internacional de Justicia
 Corte Internacional de Justicia en La Haya

Dictada la sentencia de la Corte Internacional de Justicia en el diferendo planteado por Nicaragua contra Colombia sobre las fronteras de ambas en el Caribe, el presidente colombiano Juan Manuel Santos afirmó en 2013 que “el fallo de la Corte Internacional de Justicia no es aplicable, no es y no será…”.

En la práctica, engañaba a los colombianos para sostener su popularidad. Los dejaba en un imaginario que jurídicamente no era tal y sí causa potencial de frustración. Se limitó al arrebato del político oportunista y mesiánico, que hace creer a los suyos que tiene el poder para instalar la ley de la selva a nivel planetario, proclamándola desde los micrófonos.

Juan Carlos Rey, uno de los más respetados intelectuales y politólogos que ha tenido Venezuela, al tratar sobre las estrategias para la defensa de nuestra soberanía territorial, prevenía sobre los dos males que acechan a la política exterior de una nación y la condenan al fracaso. Uno, pecar de ingenuidad, que es la cara grotesca del idealismo. Creer y hacerle creer al pueblo que envueltos con la bandera patria y exaltando el sentimiento de lo nacional basta para resolver los asuntos enojosos que se tienen con gobiernos extranjeros u obtener sus apoyos.

A los venezolanos deben bastarnos, como ejemplos, la pérdida que sufrimos del territorio de la Guajira al apenas iniciarse nuestro decurso como república, por obra de la prepotencia y falta de perspectivas de los parlamentarios que estudiaron el Tratado Pombo-Michelena, en 1833. También la experiencia de El Cabito, Cipriano Castro, quien, ante el bloqueo de nuestros puertos por las potencias europeas, hiperbólico y ceremonioso sentencia que “la planta insolente del extranjero ha profanado el sagrado suelo de la patria”. No evitó con ello la firma de los Protocolos de Washington en 1903, que le obligaron e impusieron a Venezuela abonar a esa “planta insolente” 30% de nuestros ingresos aduaneros.

El otro mal o peligro, acaso mayor, es el cinismo, como cara grotesca del realismo político. Sobran los ejemplos.

Nicolás Maduro y la Fuerza Armada que le sostiene rinden culto a Cuba y a sus dictados de política exterior. Entre tanto Cuba acompaña a la República Cooperativa de Guyana en su contención contra Venezuela, desde mucho antes de su independencia en 1966 y luego de que firmásemos el Acuerdo de Ginebra. Hoy profundiza esas relaciones apreciando los frutos de la explotación petrolera que se realiza sobre la plataforma marítima del Esequibo, con pingües beneficios. Al caso, la Exxon, concesionaria, le dio al gobierno guyanés un aporte por 15 millones de dólares para el pago de los honorarios de los abogados que, en su nombre, nos demandaron ante La Haya.

La defensa de los intereses superiores de Venezuela, sobre todo en una materia tan delicada como las fronteras y las delimitaciones territoriales y marítimas, es una cuestión mayúscula, susceptible de comprometer nuestra existencia como pueblo y nación. Mal se aviene con la improvisación política y el narcisismo, perversiones de las que se cuidaran todos los gobiernos del siglo XX, sin excepciones.

Juristas de mucho peso y respeto, historiadores y geógrafos, apalancados, además, sobre la habilidad de diplomáticos de reconocida experiencia, bajo la égida de cancilleres que hicieron historia y tenían memoria de nuestra historia llevaron la defensa territorial nuestra con prudencia extrema y cautela. Informaban reservadamente a los políticos y las Fuerzas Armadas, y eran rigurosos y precisos al comunicarse con la nación. Entendían que las legítimas pasiones de patria daban fuerza a los argumentos propios, pero no podían sustituirlos al instante convencer de la bondad de ellos a la comunidad internacional.

Dos errores, de entrada, exigen ser despejados a tiempo, antes de que la opinión pública los descubra como engaño y alimento para sus decepciones.

Venezuela, así debata lo que ya es impertinente, a saber, que no ha dado su manifestación de asentimiento expreso a la jurisdicción obligatoria de la Corte Internacional de Justicia para que conozca de la demanda interpuesta por Guyana, mal puede obviar que es un Estado parte del Estatuto de dicho Alto Tribunal. Según su texto, las sentencias que dicta son definitivas e inapelables. Argumentar, pues, que la sentencia preliminar dictada por la Corte como juez de su propia competencia está “viciada de nulidad” es un dislate sin destino. Es una traslación arbitraria al ámbito del Derecho Internacional de conceptos propios del Derecho público interno venezolano.

Una cosa es alegar la nulidad de un laudo arbitral internacional, que nace del acuerdo previo entre Estados litigantes, y otra pretender predicar lo antes señalado. Contra las sentencias de la Corte de La Haya el único recurso aceptado, como excepción, es para que aclare los términos textuales de lo que haya decidido, cuando son oscuros.

Afirmar, igualmente, que el artículo 33 de la Carta de Naciones Unidas, referido a los medios de solución de controversias internacionales, imponía escogerlos o usarlos «progresivamente» antes de llegarse a la solución judicial, como la de La Haya, es otro equívoco. El principio de la «libre elección» de medios es sustantivo en el orden público internacional.

Venezuela y Guyana, en el Acuerdo de Ginebra convinieron en la regla de la libre elección hasta encontrar una solución diplomática y amistosa, consensuada, práctica, recíprocamente satisfactoria y completa. Pero igualmente previeron como progresividad una sola, a saber, que de no haber entendimiento entre las partes –Guyana siempre se negó a negociar– una de ellas, unilateralmente, podía entregar la «decisión» al secretario general de la ONU. Eso lo impuso Venezuela y eso hizo este por desacuerdo entre las partes, trasladando la cuestión a manos de los jueces de La Haya. No acudir a estrados sería allanarnos a la tesis guyanesa y convalidar el despojo del que nos hizo víctima Inglaterra.

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