símbolos históricos de Caracas
Foto: Concejo Municipal de Caracas

«A veces el encadenamiento de las ideas es una extravagancia y hasta una ridiculez». La frase no es mi invención, la debo a la pluma de Benito Pérez Galdós (Fortunata y Jacinta), y la tenía apuntada en el aparte de los por si acaso de mi archivo mnemotécnico; dada la descontextualización, probablemente no la haya transcrito «ad pedem litterae»; sin embargo, vino a mi mente hace exactamente una semana, mientras un Judas tetracéfalo ardía  en la céntrica y muy caraqueña parroquia Candelaria —la víspera, en Malmö, un  grupo filo nazi e islamófobo había organizado una «quema del Corán»… y ardió Troya en Escandinavia—, y escuché o creí escuchar, ¿alucinación acústica?, una voz cantando «¿quién ha visto negro como yo?/ comiendo papa, lechuga, calabaza y quimbombó»/, mas no la asocié a Jesús Rosas Marcano (†), su autor, ni a Francisco Pacheco y Un Solo Pueblo, sus intérpretes, sino al profesor Aristóbulo Istúriz, pues, a pesar de tantos asuntos pendientes, merecedores de ser examinados aquí y ahora —la guerra y la pandemia, en primer término;  el tabú de la homosexualidad en la FANB, la probable extradición de Julian Assange a Estados Unidos, la infundada  imputación al alcalde de El Hatillo por parte del versocagante acuseta, remedo de Antoine Quentin Fouquier de Tinville, implacable acusador público guillotinado porque la revolución, como Saturno, devora a sus hijos; el asesinato de varios indígenas de la etnia yanomami, y  otras cuestiones de grueso calibre de las cuales se ocuparán otros (eso espero)—, decidí abordar lo concerniente a la chapucería  roja en detrimento de los símbolos identitarios de Caracas, cuyos antecedentes relaciono, quizá caprichosamente, con la confusión genealógica de un corregidor bilbaíno de visita en Venezuela en las postrimerías de la república civil, cuando la alcaldía capitalina estaba en manos de fallecido pedagogo y navegante socialista, ex militante de AD, del MEP, de La Causa R, del PPT y ficha privilegiada del PSUV.

El pasado Domingo de Pascua,  en la esquina de Tracabordo de la parroquia  Candelaria, frente a un mural dedicado a los caídos en las protestas de 2014 y 2017, pintarrajeado de gris por órdenes de Érika Farías, comulgaron la excentricidad y lo risible, cuando se achicharraban las cabezas de Vladimir Putin, Nicolás Maduro, Néstor Reverol y Carmen Meléndez, y caí en  cuenta de que en la testa de la almirante en jefa (¿?) —como Andrea Doria, Nelson o Yamamoto, de haber sido hembras y no hombres— se incubó el irreflexivo refrendo —¡aprobado,  comuníquese y  publíquese!— a la mamarrachada del Concejo Municipal de Caracas. Si se tratase de un chiste, atribuiríamos a un magallanero (Chávez lo era) la idea de desterrar al león del escudo «concedido a la ciudad por el rey Felipe II en 1591 a solicitud del procurador general ante la Corte, Simón de Bolívar, ascendiente directo del Libertador». Pero no lo es. Las revoluciones pretenden cambiarlo todo y se achantan en el reformismo ornamental. A objeto de «romper de raíz» con el pasado inmediato, o con el «gobierno anterior», como en principio no se cansó de enfatizar el có(s)micomandante Chávez —Maduro no puede apelar a semejante expediente porque su antecesor es objeto de devoción mediante una neo religión basada en su presunta eternidad, y, además, en su caso, él mismo es «el gobierno anterior»—, se forjan cambios nada sustantivos en la fragua del engaño. La Revolución francesa procuró transformar el cristianismo (el galo, al menos) en un culto revolucionario o cívico, en vez de prohibirlo directamente. «Eran los jacobinos suficientemente lúcidos para comprender que el pueblo necesita una serie de creencias y rituales sobre los que construir su identidad. De este modo, el 10 de noviembre de 1793, los parisinos, perplejos, fueron testigos de la entronización de la «Diosa Razón» en la catedral de Notre-Dame» (The Gods of Revolution, Christopher Dawson, 1972). Los barbudos caima(ca)nes cubanos erradicaron del calendario carnavales, semana santa, navidad y toda festividad, religiosa o histórica, sospechosa de origen burgués o capitalista. Nuestro país está saturado y harto de Simón Bolívar, pero también de Chávez. «Nosotros creemos que la historia debe ser reescrita y estamos dispuestos a hacerlo. Por eso rechazamos los honores a Colón», sostuvo Miguel Bernal durante el «linchamiento» del monumento al hombre cuyas singladuras dilataron un mundo cada vez menos ancho y más ajeno.

El manierismo dogmático redefine envoltorios sin tocar lo envasado. No fue ajeno a la revolución bolchevique o la china, ni a la mexicana o la cubana, para no hablar del infierno camboyano. En Rusia, San Petersburgo perdió santo y limosna; con la llegada de los comunistas —no del comunismo, porque este, como Godot, nunca llegó—, la ciudad fundada por Pedro el Grande pasó a llamarse Leningrado, un mal precedente: Koba bautizó Stalingrado a Volgogrado. Y, hasta la disolución de la URSS, existieron las ciudades de Brézhnev y Andrópov e incluso Togliatti, parodia de Torino o de Detroit, donde se producían paupérrimas versiones de los automóviles Fiat. Hará un lustro, tal vez algo más, no recuerdo con exactitud, el ayuntamiento de Caracas, en un desquiciado empeño de suplantar realidades históricas —descubrimiento, conquista, colonización— con deseos y pensamientos ilusorios, propuso modificar el escudo de la capital, purgando al león e incorporándole (al blasón, no al felino) una boina con la inscripción 4F y la mirada panóptica del intemporal paracaidista, quien ni siquiera era nativo de la urbe de blanca torre, techos rojos y azules lomas. Los ediles del PSUV nunca supieron de Alonso Andrea de Ledesma y su quijotesca resistencia en solitario al ataque de Amias Preston y su banda de piratas; por eso, desdeñan la condición ciudadana, pero gustan del aparato nobiliario. Aristóbulo, siendo burgomaestre de la inapropiadamente llamada «sucursal del cielo», engalanaba su despacho con la divisa de la casa Istúriz, deferencia de un homólogo bilbaíno, encargado seguramente a un proveedor de estirpes, alcurnias y árboles genealógicos publicitado en Internet, capaz de emparentar a un don nadie con la más encumbrada aristocracia. Divagaciones aparte, a los concejales socialistas de entonces les interesaban, y mucho, los negocios derivados del cambio de símbolo — papelería, señalización y un jugoso etcétera —, mas no el símbolo en sí. ¿Cuánto habría para eso?

Ahora, cuando cualquier atisbo de resistencia a la arbitrariedad socialista es judicial e infamemente tildado de traición a la patria, ¡la suya!, los regidores pesuvecos, sin saber ni entender de vexilología, heráldica y música execraron lashistóricas y tradicionales señas de identidad de la «odalisca dormida a los pies del sultán enamorado» (Pérez Bonalde).  «El talento sin probidad es un azote», sostuvo, vaya usted pensando en quién, papaíto Simón, pero la estulticia con iniciativa es mucho peor. No vale la pena detallar aquí el escudo, la bandera y el himno creados con déficit de imaginación por los nada representativos integrantes de la irrisoria cámara municipal caraqueña. Una imagen es superior a las palabras, no importa cuántas empleemos para detallar un objeto. Nos   abstenemos, sí,  de describir los alegóricos adefesios criticados y repudiados por el país entero, pero  transcribimos, antes de dar por suficientemente jurungado el tema, un párrafo extraído del pronunciamiento de la Academia Nacional de la Historia respecto al desaguisado de los munícipes colorados: «Los símbolos de una nación, estado o municipio constituyen representaciones de identidad colectiva que fortalecen la pertenencia, y han sido construidos y elaborados a lo largo de su historia como resultado de un pasado compartido, por lo que no son creación circunstancial de una parcialidad política. Solo una pobre y limitada comprensión de nuestro acervo histórico puede conducir al banal ejercicio que supone modificar los símbolos fundacionales de una ciudad, cual si se tratara de la práctica, perfectamente comprensible en tal caso, de remozar el logo de una marca comercial».

La cursilería –no me atrevo a entrar en honduras llamándola kitsch, porque este vocablo ha generado suficiente literatura como para colmar bibliotecas enteras– es rasgo característico del imaginario bolivariano. Desde el «envuelto en un manto de iris» del Libertador buscando «las huellas de La Condamine y de Humboldt» en Mi deliro sobre el Chimborazo a Venezuela heroica, pasando por los cuadros y murales alegóricos a la empresa emancipadora, palabras e imágenes insufribles fueron asumidas por Chávez como creaciones de superlativa hermosura, e hizo de ellas el paradigma de las pompas y circunstancias de su revolución. Así, se desarrolló un proceso de extrema afectación de la narrativa oficial y, especialmente, de la retórica propagandística gubernamental, en manos, o en boca de Nicolás, cuyo discurso, promiscuo y sintácticamente defectuoso, ha alcanzado cotas de cursilería tan, pero tan elevadas que le está minando el respeto profesado a regañadientes por sus enchufados. Pasa así con las imitaciones. Chávez era un embaucador auténtico; Maduro es una falsificación, como el escudo de marras y el blasón de Istúriz.

 

 

 


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