No pocas veces, y no sólo entre cubanos, hemos compartido y debatido estas ideas. Tal vez por la peligrosa redundancia de obviar un elemento vital: entender la verdadera historia del régimen cubano y el impacto real de sus operaciones más allá de las fronteras de la isla. Al parecer, aún son insuficientes las explicaciones, las alertas de varias generaciones de exiliados y la innegable metástasis del modelo castrista en la región.

Por estos días, con la reacción del gobierno del economista Javier Milei y la abogada Victoria Villarruel en contra de la dictadura representada por Nicolás Maduro, se ha vuelto a viralizar una especie de falso mantra: confiar en que el supuesto fin del madurismo (antes chavismo) desencadenará el fin del castrismo, pues La Habana se quedará sin lo que consideran su principal aliado.

¿Cuántas veces más escucharemos este argumento triunfalista y sesgado? Al parecer se ha olvidado que luego de la caída del Muro de Berlín y la desaparición de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSS) y sus satélites del bloque comunista del Este, el castrismo no se desplomó como por entonces se pronosticaba. El castrismo se regeneró y destruyó varias democracias latinoamericanas, que aún controla. Puso en práctica el socialismo del siglo 21. En otras palabras, posicionó su más solvente proyecto: las franquicias del neocastrismo. El castrismo exportado con los requerimientos culturales del nuevo siglo.

Creer, otra vez, en que si la llamada revolución bolivariana cae, luego caerá la revolución cubana, es un grave error que lamentablemente se sigue repitiendo. La razón de este letargo quizás anide en la confluencia de al menos estos 3 elementos: el poder ramificado de la inteligencia castrista para confundir a la opinión pública e incluso a los opositores, el desesperado y natural anhelo de las víctimas por que termine el sufrimiento, y la miopía de quienes están al otro lado de la trinchera de las dictaduras del socialismo del siglo XXI.

Sociólogos, historiadores y diversos colaboradores de estos regímenes han intentado paliar el desastre humanitario arguyendo una conocida exculpación: Castro, Chávez, Maduro, Ortega, Evo, Lula y los otros seguidores de Lenin y el marxismo no han podido, e incluso no han sabido construir el verdadero socialismo. A pesar de aferrarse durante décadas al poder totalitario, o al menos antidemocrático, sus proyectos sociales no han funcionado. Y todo siempre por culpa del capitalismo, a cuyos países, curiosamente, se siguen escapando todos los que pueden. El hecho, más allá de las fugas en masa de los paraísos socialistas, es que el objetivo de sus dictadores no es que a las sociedades les vaya bien, sino que le vaya bien a la seguridad de los regímenes que encabezan.

Si no se quiere ver, ya eso es otra cosa. Pero la historia (perita e infinita) nos permite interpretar que la solución del problema, es decir, la eliminación de estas dictaduras o revoluciones de probada criminalidad, está precisamente en hacer lo contrario. Y no significa que no se tomen acciones como las del gobierno de Milei contra la vecina tiranía de Venezuela, que tanto daño puede hacerle a Argentina a nivel subversivo. Colombia y Perú son claros ejemplos. Patricia Bullrich, la ministra de Seguridad que ha declarado la guerra al crimen interno, obtendría mayores y más seguros resultados si al unísono declara la guerra al crimen internacional, que es el peor enemigo de su gobierno.

El desacierto con respecto a Venezuela y el fin del neocastrismo, está en confiarle el resultado a una ecuación formulada a la inversa. Y de ahí, no atacar con fuerza y sin desviaciones a la matriz del veneno: Cuba. El statu quo del socialismo del siglo XXI, con sus altas y bajas, lo demuestra.

El socialismo del siglo XXI es hoy un término, enunciado hace tres décadas por Heinz Dieterich, cuyo objetivo es conceptualizar, enmascarar y legalizar un negocio criminal fabricado y dirigido por Fidel Castro, hoy gerenciado por sus camaleónicos herederos, operadores y androides en la isla y Latinoamérica. El socialismo del siglo XXI es el uniforme o disfraz (ya no tan nuevo) que obligados por el contexto se ponen los regímenes neomarxistas de esta centuria. De no haberlo hecho y de no haberse constituido este modelo de dictaduras (que es como hay que llamarlas porque eso es lo que son) hace mucho tiempo no estarían en el poder. Y detrás de todas está el régimen cubano. Sus propios operadores, no solo en Venezuela, no han podido negarlo.

El régimen de Maduro es un cliente del neocastrismo. Un cliente importante. Un cliente militante. Un cliente que actúa como dócil soldado, mucho más obediente que Hugo Chávez. Pero un cliente. Y no perdamos de vista que no es el único cliente-operador. La Habana ordena y no sólo Caracas ejecuta. Se sabe y se ha denunciado. El núcleo estratégico del eje del mal para el continente (y a veces más allá) sigue estando en Cuba.

Ha sido así desde hace décadas. El castrismo del siglo XXI también está detrás de Nicaragua, Bolivia, Colombia, Brasil, Chile y otros discípulos aventajados de un sistema de crimen organizado, que ha disfrazado a sus operadores, según las características y exigencias de cada cultura, como nuevos Robin Hood, “empoderados” gracias a la efectividad de las estrategias castristas, encaminadas a extender sus mandatos a pesar de traicionar consecuentemente a sus pueblos, víctimas, tontos útiles, pícaros timados, adoctrinados votantes. Un ejército civil que lastimosamente sigue trabajando el camino para legitimar estas dictaduras contrarias a su propio progreso y existencia.

Es una pena tan alargada como una mala telenovela. El Partido Comunista de Cuba sigue ganando este macabro juego. Creer que no es un enemigo fuerte y muy peligroso porque actúa desde esa pequeña e empobrecida isla del Caribe, es una arrogante falacia que ha costado mucho dolor, miseria, represión y muerte no sólo en Cuba, sino también en América Latina, África y otros lugares. Estados Unidos ha cometido este error durante décadas. O no le ha importado cometerlo.

La torpe idea de que Cuba, por ser una isla fuera de Suramérica, no es capaz de hacerle más daño que Venezuela a la seguridad nacional de Argentina y otras democracias, hace tiempo debió ser descartada. El final del régimen de Maduro (entrenado por los servicios de la inteligencia cubana), así como de los demás neocontratistas de la familia Castro, comenzará cuando se reconozca que lo primordial, para reponer el orden regional, es destruir el puesto de mando, afincado en La Habana, que controla las mafias del SSXXI.

¿Lo han comprendido o no las supuestas democracias? ¿Quiénes son los beneficiarios de la permisibilidad con el castrismo, e incluso  con el resto de sus tentáculos en las Américas? ¿Conocemos los nombres de todos los victimarios, sus distintos negocios, su diversidad criminal y empresarial? ¿Las potencias mundiales y las organizaciones supranacionales han hecho de verdad todo lo posible para ayudar a las víctimas y detener su producción en serie?

¿Por qué el poderoso Washington, a pesar de tanto tiempo y tantas muertes no sólo de cubanos y latinoamericanos, sino también de estadounidenses, solamente ha ejecutado los llamados mecanismos de contención y no ha actuado para poner fin (como otras veces) a la tiranía que sonríe a 90 millas?

¿Qué se necesitamos para trascender las soberbias, la desidia y los contubernios, y acabar de aceptar de una vez que deponer las tiranías de la región depende de que se coloque el blanco principal en La Habana, para el bien no sólo de los pobres cubanos, sino también de la seguridad y la prosperidad hemisférica?

Una terrible realidad pide a gritos convertirse en la más urgida de las redundancias: hace tiempo es hora para el fin del comunismo cubano. Y mientras más se volteen las miradas y se crucen los brazos, más sufrimiento y peligros seguirán produciendo los analistas y operadores de la más poderosa de las organizaciones criminales transnacionales, hoy montados en el caballo (¿quién sabe si de Troya?) de los postulados de la izquierda global, enfocados en la desestructuración de las naciones, la familia, la fe, la biología, los logros del sentido común que han impulsado el desarrollo de la cultura occidental.

Para vencer en una guerra es primordial conocer no sólo las debilidades sino también las fortalezas del enemigo. El castrismo ha sabido negociar, embaucar, reinventarse, mutar. Ha sobrevivido porque ese es precisamente su objetivo. Jamás debe subestimarse a un régimen que por desgracia ha sobrevivido a sucesivas crisis de todo tipo y que incluso ha logrado desestabilizar y gobernar otras naciones. El imperio del neocastrismo no sólo es una macabra y antinatural ideología, custodiada por un cóctel molotov de represión, hambre, desinformación y adoctrinamiento cultural. Es también, como insistentemente ha denunciado el abogado y politólogo boliviano Carlos Sánchez Berzaín, una organización transnacional de crimen organizado. Y como tal ha de ser tratado. Y exterminado.

Pero hasta que los hilos que mueven este escenario no se comprendan y acepten, seguirá demorando (para bien del eje del mal) la solución de un inmenso problema que afecta a la inmensa mayoría de quienes habitamos las Américas y beneficia a varios grupos de poder, inescrupulosos y camuflados. Comprenderlo y aceptarlo es el primer paso. Es imposible actuar como corresponde sin primero ser consciente de la necesidad cardinal de hacerlo.

Todas las protestas que desde el 11 de julio de 2021 ha protagonizado el pueblo cubano, han sido asfixiadas por la impunidad con que el régimen actúa desde 1959, no pocas veces con la aprobación o la vista gorda del mundo, aunque, por supuesto, hemos tenido aliados. Siguen aumentando los heridos y presos por ejercer el derecho de expresar su descontento. Toda esa gente que ha salido a las calles a manifestarse, arriesgándose a golpizas, prisión y muerte, necesita ayuda. Ayuda de verdad. Los cubanos necesitan que las naciones libres y democráticas ejecuten acciones dirigidas concretamente a derrocar la dictadura criminal que desde hace más de 65 años se niega a ceder el poder a quien legítimamente le pertenece: el pueblo que ha dicho basta ya de comunismo, queremos libertad.

¿Puede un pueblo solo y desarmado derrocar una tiranía militar como la castrista? ¿Qué sentido lógico, moral, político, económico, legal o estratégico tiene seguir dejando solos en el terreno a los manifestantes frente a los gendarmes de la familia Castro y su nomenclatura? ¿Cuántos presos y muertos más se necesitan para intervenir humanitariamente en la isla? ¿Podemos seguir confiando sólo en las sanciones a nivel internacional, el leve embargo, las miles de denuncias que no cesan, las declaraciones consulares, las publicaciones en las redes sociales, las conferencias, los coloquios, las vigilias, las huelgas de hambre, las ONG, las protestas de los opositores en el exilio, la desobediencia civil, los disidentes a merced de la represión, la miseria, la cárcel y el destierro? ¿Es suficiente?

Cada generación y cada acción, desde dentro y fuera de la isla, sin duda ha contado, pero definitivamente se ha necesitado mucho más que todo eso. No es suficiente para ponerle punto final a esta tragedia. La dictadura lo sabe y nosotros, al otro lado, también lo sabemos. Varias veces se ha reconocido la imperiosa necesidad de intervenir. Tiempo y crímenes sobran. Los héroes y mártires de Bahía de Cochinos, el Escambray y la lucha en las ciudades, siempre lo supieron. No en balde en las protestas del histórico 11 de julio del 2021, ante la respuesta represiva, hubo quienes pidieron que se les ayudara desde fuera. Una solicitud de intervención militar por razones humanitarias, dirigida al Congreso de Estados Unidos, la Organización de Estados Americanos, la Organización de Naciones Unidas, el Parlamento Europeo y la OTAN, fue firmada por casi medio millón de cubanos.

En medio del levantamiento popular del 11 de julio, la Asamblea de la Resistencia Cubana, un paraguas de medio centenar de agrupaciones opositoras, desde el exilio le pidió a los cubanos en la isla convocar a un paro nacional, al tiempo en que su coordinador, Orlando Gutiérrez-Boronat, solicitó al presidente Joe Biden utilizar la ley pública 87-733, que le otorga la potestad para actuar militarmente. Además se pidió utilizar el Tratado Interamericano de Asistencia Recíproca, que también se justifica. Cubanos clamaron lo mismo en Ginebra. Se explicó y se gritó, una vez más, en diferentes lugares.

El pueblo cubano tenía esperanza hasta que el legislador demócrata Bob Menéndez, de origen cubano, desde la presidencia del comité de Exteriores del Senado, declaró: “No vamos a tener una intervención militar en Cuba”, arguyendo, entre otras excusas, que administraciones más anticomunistas que la de su partido, como las de Ronald Reagan, George W. Bush o Donald Trump, nunca pensaron en intervenir. “Nadie ha considerado eso, así que vamos a dejar eso al lado”, concluyó Menéndez. Una postura que para muchos, más que un cubo de agua, fue un golpe tal vez más fuerte que la propia represión comunista, pues podría representar el fin de la ilusión.

El pueblo cubano sabe que existen tratados internacionales, como la Convención de Palermo y otras herramientas, que pudieran emplearse, si se quiere, para la eliminación de la mafia castrista en la isla y el continente. Sobran los elementos legales, morales y humanitarios para hacerlo. Hay una pregunta que, desde hace mucho tiempo, se escucha dentro y fuera de Cuba: ¿Ha existido o existirá de verdad la firme voluntad de hacerlo?

Para intervenir en favor de los cubanos sólo hay que preguntarles. Y la respuesta, a pesar de la guerra de desinformación, miedos infundados y retóricas, será positiva. ¿Por qué, al menos a manera de ejercicio, no se le pregunta directamente? ¿Quién es entonces el soberano: los políticos, los politólogos, los cabilderos, el Estado o el pueblo cubano? La solución para clarificar las dudas y pretextos usados para demonizar o impedir la intervención, es simple: sólo preguntémosle. El filósofo cubano Alexis Jardines, cierra su ensayo La intervención militar humanitaria en Cuba explicada a los niños, con estas preguntas: ¿Acaso un presunto daño colateral es razón suficiente para condenar a un pueblo a 60 años más de calvario comunista? ¿Por qué no se lo preguntamos al pueblo? ¿Por qué no dejamos que la juventud de la Isla elija?”. Sería el primer paso serio para iniciar el fin de las dictaduras del socialismo del siglo XXI.

Vale insistir en que torpes apreciaciones como esa de que Cuba, por ser una isla subdesarrollada y fuera de Suramérica, no podría causarle mayor daño a Argentina que su vecina Venezuela, siguen dejándole el camino libre a la inteligencia cubana para desactivar las democracias regionales a través de sus fieles operadores y de las grietas de la geopolítica más superflua. Una historia a flor de piel que se repite.

El fin de las dictaduras neocastristas en el siglo XXI, más allá de los pretextos e incluso de las teorías geopolíticas, comienza con el fin del régimen cubano. No es al revés. No nos sigamos equivocando. Lo siguiente, será la eterna lucha por defender las libertades y derechos individuales. Y ojo, que de esta simple pero esencial visión, dependerá que retorne o no al poder esa bestia, travestida como una especie de fantasma, que nunca dejará de acechar al mundo. Algo que, indiscutiblemente, ha tardado mucho más tiempo en entenderse. Pero no perdamos la esperanza.


Luis Leonel León. Periodista, escritor y cineasta cubano exiliado en Estados Unidos. Fundador y publisher de elnuevoconservador.com. Sus escritos aparecen en medios de Europa y las Américas. Dirige el proyecto editorial dedicado a la diáspora @ColeccionFugas. Miembro de la Academia de la Historia de Cuba en el Exilio y el Interamerican Institute for Democracy. Síguelo en X y otras redes @LuisLeonelLeon 

 


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