«Señor, concédeme serenidad para aceptar todo aquello que no puedo cambiar, valor para cambiar lo que soy capaz de cambiar y sabiduría para entender la diferencia.» (REINHOLD NIEBUHR)

Comienzo a pasar las páginas del diario un día cualquiera hasta que me quedo enganchado en el titular de una noticia. Leo que un hombre de unos cuarenta y tantos años fue atrapado por la policía de Pittsburg (Pensilvania, Estados Unidos) al atracar dos bancos el mismo día. El robo tenía lugar hace tiempo en el estado de Pensilvania, concretamente el día 6 de enero de 1995. Esta fecha no significa nada para un ciudadano americano, mientras que para un español significa mucho. Se trata del Día de Reyes, el 6 de enero. Nadie en su sano juicio estaría robando bancos en España el día en que los niños se despiertan ilusionados a la espera de ver qué regalos les han traído Melchor, Gaspar y Baltasar. En fin, en Pittsburg no existe esta tradición. Sin embargo, los hechos a que nos referimos suceden ese día. El ladrón va a robar (le acompañaba un cómplice) armado con una pistola semiautomática muy ufano. El caso es que el individuo pensó que no podría ser identificado a través de las cámaras de seguridad de ninguna entidad bancaria al haber tomado precauciones para ocultar su rostro. («Why a bank robber thought covering himself in lemon juice would help him get away with it«, Kate Fehlhaber, 19.05.2017; QZ.com*). Claro está, que el ladrón se había rociado la cara con zumo de limón siguiendo el consejo de unos amigos y a estas alturas todo el mundo conoce su nombre, su cara y la clase de gente seria con la que él se juntaba. Me imagino a McArthur Wheeler sorprendidísimo por la intervención de la policía sin poder creer que le hubiesen pillado. Al parecer, según dice el periódico, el incauto ladronzuelo les gritó «But I wore the juice!» – («¡Pero, si me puse el zumo!»). Lo más normal es que los policías que le detuvieron no entendiesen de qué estaba hablando el hombre. Alguien tuvo que pasar un rato gracioso en el momento en que McArthur contó cuál era el secreto de su camuflaje. No todos se creen tan listos como el desafortunado señor Wheeler. El frustrado ladrón de bancos confundió la realidad con el deseo.

En fin, la noticia sirvió a los profesores David Dunning y Justin Kruger de la facultad de Psicología de Cornell como inicio para investigar sobre la confusa percepción que algunos individuos tienen de su competencia y capacidades. Ambos profesores elaboraron una teoría que lleva su nombre: efecto Dunning-Kruger. He buscado definiciones de este fenómeno en la red. Encontré, entre otras, esta: «El efecto Dunning-Kruger es un sesgo cognitivo, según el cual los individuos con escasa habilidad o conocimientos sufren de un efecto de superioridad ilusorio, considerándose más preparados de lo que en realidad están, midiendo incorrectamente su habilidad por encima de lo real»**(Paco Lodeiro Amado). Paradójicamente, las personas más capacitadas son las aquellas que tienden a subestimar su valía, es decir, su competencia.

Vivimos ahora la vida real como si estuviésemos todos dentro de una película en Hollywood. Podemos llegar a pensar que la existencia,-permítame usted, García-Márquez,-que la vida hay que vivirla, «Vivir para contarla» y todo es una historia que narramos nosotros a una audiencia invisible. Mientras tanto, sigo leyendo acerca del efecto Dunning-Kruger en Internet. Leo que quien lo padece es incapaz de detectar su incompetencia y que tampoco suele reconocer la competencia del resto de las personas. En el artículo de Jennifer Delgado «Efecto Dunning-Kruger, o por qué mucha gente opina de todo sin tener ni idea«***, la psicóloga propone un par de soluciones para minimizar el daño progresivamente. Una de ellas consiste en «dejar un espacio para la duda» y de esta manera siempre habrá sitios cuando menos neutrales. Otra propuesta consiste en aprender a respetar las opiniones ajenas -que implica esfuerzo- y olvidarse de la simpleza que supone imponer el propio criterio a todo lo que hacemos.

Nuestros abuelos hablarían menos técnicamente del asunto. Ellos dirían que fulanito es tonto o idiota. El cuñado, el hijo de una compañera o la compañera serían tildados de cretinos sin más rodeos ni complicaciones. Nosotros hablamos del efecto Dunning-Kruger. Resulta curioso observar cómo, en ocasiones, nuestra singular percepción nos devuelve un reflejo anormal de nosotros mismos


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