Cumplido el pasado 2 de agosto un nuevo aniversario del nacimiento de Rómulo Gallegos, consideré que el mejor tributo para una persona que goza, en este caso de mi admiración,  era recordarlo. Cómo no recordar a este ilustre venezolano, un ejemplo perenne, sobre todo para las jóvenes generaciones, por muchos conceptos. Me propuse entonces releer la novela que más disfruté en mi juventud, Canaima; leer algo de la historia política  vinculada a su elipse vital, disfrutar de la excelente biografía que le dedicó Simón Alberto Consalvi, y estampar en estas líneas, escritas al voleo, mi sencillo tributo a su memoria.

Mi primera reflexión se anota en un tema espinoso, la relación de los intelectuales con el poder. Pienso en ríos de tinta sobre posiciones tan dispares sobre el asunto: las loas a los dictadores y me viene a la mente Pablo Neruda; la dura situación de un hombre acorralado, y aparece en mi memoria el nombre del cubano Padilla; surge del recuerdo la lucidez de mi admirado Raymond Aron en su Opio de los intelectuales, obra que desenmascara la  insidiosa liviandad izquierdista de los intelectuales de la “rive gauche” de París; como también surge en mi memoria la feroz lucha en plena Guerra Fría, entre los intelectuales de izquierda y de derecha, apretujados ambos en la firma de pronunciamientos, así como su férrea manipulación tanto por parte de la CIA como de la KGB.

Nuestra historia política refleja en su contexto particular el compromiso de los intelectuales desde los mismos orígenes de la República, donde la abyección ante el poder compite con la dignidad de aquellos pocos hombres que supieron enfrentarlo sin esguinces y gallardamente. A estos últimos pertenece, con un lugar estelar en nuestra traumática historia, Rómulo Gallegos. Fue Gallegos un civil civilista, probo, lúcido, valiente y consecuente, como lo demostró tantas veces, y de forma resaltante en su momento cumbre frente al militarismo golpista, el infausto 24 de noviembre de 1948, esa fea mácula que ha dificultado tanto nuestro desarrollo como nación. Gallegos encarna al intelectual comprometido políticamente con el mejoramiento de la condición social del pueblo, pues entre nosotros es traición evadirse en los parnasos y abandonar su obligada misión educativa, así como de ejemplo cultural que los jóvenes sientan la obligación de imitar.

Gallegos además tenía en su modo de ser un atributo especial y tan necesario en la política civilista y civilizada. Siempre fue un hombre de concordia, que nunca cultivó odios, y que en definitiva entendió la política como un arte y un oficio donde no cabía irrespetar injustamente al adversario. De ello dio muchas pruebas, y adversarios dignos han dado testimonio de la generosidad humana de Gallegos, independientemente del fragor del combate político que los confrontaba.

Otra cualidad digna de mencionar fue su talante ético de la actividad política, pues el poder lo entendía como servicio a ideales conducidos por lo que Max Weber llamó “la ética de la responsabilidad”, que ordena  tener en cuenta las consecuencias de la acción. Fue consciente de que tenía ante sí formidables enemigos, guiados por el tenebroso militarismo, que amparados en la violencia de las armas, traicionaron una vez más su sagrado deber de respetar la Constitución, como fue el caso de la Constitución de 1947, primera ley fundamental en la historia de la República donde el pueblo soberano había decidido directamente su destino político, como además lo constataba el ser Gallegos el primer Presidente elegido por el pueblo en libérrimos comicios.

Rómulo Gallegos, al igual que otros valiosos hombres de naturaleza civil y de talante genuinamente civilista, merecen un reconocimiento permanente, de manera especial de nuestra juventud, pues ello constituye el mejor baluarte en la lucha contra la rémora bárbara que sigue arteramente perturbando nuestro legítimo destino.


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