El 15 de octubre pasado, en la cima de la fama y el poder, Salvador Cienfuegos, general de división del ejército mexicano (donde alcanzar ese grado no es poca cosa), y ex secretario de Defensa de México, fue detenido, en Los Ángeles, acusado de conspiración para traficar drogas en el territorio de Estados Unidos, lavado de dinero y asociación con el crimen organizado. Su detención refleja hasta dónde ha alcanzado a infiltrarse el narcotráfico; pero, también, es una muestra de que, por muy alto que se haya llegado, nadie tiene garantizada la impunidad por los crímenes que haya cometido. El narcotráfico (al igual que el lavado de dinero, el terrorismo, la tortura y la comisión de otros crímenes internacionales), es un asunto muy sensible para la administración de justicia de Estados Unidos, del mismo modo que los es para cualquier nación comprometida con el Estado de Derecho.

A cambio de no meterse en política, los militares mexicanos eran intocables, en su propio país, pero no en el resto del mundo. Además, que quede claro que Cienfuegos está siendo enjuiciado por delitos comunes, que tienen repercusiones internacionales, y no por delitos políticos. Aun así, en este momento, es difícil saber si la situación jurídica de Cienfuegos, en Estados Unidos, podrá alterar los equilibrios políticos en México.

Cuando las redes de la justicia comienzan a estrecharse, las posibilidades de capturar a un criminal (o a muchos), crecen en la misma proporción. Eso puede tener muchos efectos, pero quiero referirme solamente a dos: a) el ostracismo, o el aislamiento social, y b) la paralización dentro de un espacio cada vez más reducido.

Cuando una persona está señalada por el dedo de la justicia, y especialmente si se ofrece una recompensa por su captura, esa persona va quedando cada vez más sola. Si se sostiene que alguien está involucrado con el crimen organizado, no es razonable que nadie desee estar asociada con esa persona, exponiéndose al descrédito y a la posibilidad de que, con razón o sin ella, también lo acusen de formar parte de la misma estructura criminal. Probablemente, algunos amigos ya no le responden las llamadas telefónicas, los vecinos no lo invitan a su casa, las líneas aéreas se niegan a transportarlo, no está cómodo en los sitios públicos, y comienza a sentir que no es bienvenido. A lo mejor, nunca lo fue.

El otro efecto es el de verse inmovilizado (no por efecto de la pandemia), en un mundo que, sorpresivamente le ha cerrado las puertas. En parte, esto es el resultado de que le nieguen una visa, o no le permitan entrar a territorio europeo. Pero lo más notable es que, por temor a ser arrestada, esa gente tiene que autoconfinarse, y ya no puede viajar por el mundo como lo hacía antes, porque no sabe qué le puede esperar en un país extranjero, o qué puede ocurrir si, en forma inesperada, su vuelo tiene que aterrizar de emergencia en un país en que no tengan mucho respeto por la jerarquía o la dignidad de un general (como Cienfuegos), de quien posee un pasaporte diplomático (como Alex Saab, o Pinochet), o, incluso, de quien es jefe de Estado en un pobre país pobre.

Teniendo en cuenta la experiencia de Cienfuegos, cuando intentaba disfrutar de unas vacaciones en Los Ángeles, tal vez, aquellos sobre quienes pesan acusaciones similares a las que hoy debe responder Cienfuegos deberían renunciar a viajar, incluso a una isla del Caribe en la que tengan la certeza de que serán bienvenidos, porque no saben qué inconvenientes puede tener ese vuelo. Más de alguno tendrá que olvidarse de los restaurantes en Turquía, o de los paseos por la Plaza Roja. Tampoco sirve ir a la toma de posesión de Arce, en Bolivia; desde Venezuela, ese es un viaje muy largo y, en el trayecto, pueden ocurrir muchas cosas. Para quienes están marcados por la justicia (y para quienes podrían estarlo), lo mejor es ser prudentes y quedarse en casa o, como mucho, en los alrededores del Fuerte Tiuna o del Palacio de Miraflores.

 


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