A la surreal situación de un país víctima de un régimen depredador, enemigo de su propio pueblo, que ha ocasionado una catástrofe humanitaria y un éxodo sin precedentes en la historia reciente de Latinoamérica, se le une desde hace algún tiempo una compleja quimera económica, una verdadera abominación, mezcla de destrucción y aparente recuperación, que le pone una nueva traba a la lucha que adelanta la resistencia democrática contra el régimen de Maduro.

El tema es tan difícil de entender para propios y extraños que se requiere una breve exposición de hechos. La economía real venezolana, la que tiene que ver con el crecimiento orgánico del PIB, el valor de la moneda y el salario, la estabilidad de los indicadores macroeconómicos, el crecimiento de la industria nacional y cualquier otro elemento aceptable de la ciencia económica para analizar el estado de una nación, está en el suelo. Una alucinante inflación, que según cálculos conservadores se aproximará al millón por ciento en 2020, es tan solo uno de los elementos que indica el deterioro de la calidad de vida de los venezolanos. A ello se le une que la cesta básica para una familia de cuatro personas ronda los 800 dólares mensuales, mientras que los salarios relativamente altos no exceden los 50 dólares al mes.

Pero en este mar de penurias surge inesperadamente la decisión del régimen, nunca oficializada y mantenida adrede en la sombra, de actuar a mitad de camino entre la prohibición legal de negociar en moneda extranjera y el abierto libertinaje real, donde el dólar ha ido literalmente desplazando al bolívar soberano como moneda del país. El dólar circula sin restricciones y todos aquellos que tienen cuentas en el extranjero o que reciben dinero de sus familiares fuera de Venezuela, viven en una burbuja de relativa abundancia. La segmentación de la penuria ha transformado a Venezuela en varios países que coexisten: el país de los enchufados, chavistas o no, que viven de sus conexiones con el régimen; otro, el de la gente con fe, es decir, con familia en el extranjero, un acrónimo cínico inventado por los cubanos; un tercer país, el de la gente con recursos y cuentas en el extranjero; y, por último, el resto de la población.

Las fuentes de dólares que misteriosamente han inundado a Venezuela son muy diversas. Por un lado, las remesas no oficiales de los más o menos 5 millones de venezolanos que han abandonado el país, y que, según diversos estimados, suman alrededor de 6.000 millones de dólares al año. A ello hay que añadirle el tráfico de drogas que usa a Venezuela como estación de tránsito y cuyo volumen se estima en 7.000 millones de dólares. En otra dirección está el que las sanciones internacionales han obligado al chavismo corrupto a utilizar al país como una inmensa lavadora de divisas, a lo que hay que sumarle el comercio ilegal del oro y otros minerales. En otra ruta del esquema caótico multidimensional, está la implantación del petro, una criptomoneda de dudosa transparencia y que también contribuye a evadir las sanciones internacionales. Y, por último, están los ingresos legales petroleros y de las corporaciones nacionales y las pocas multinacionales que todavía operan en el país. Es decir, el inmenso torrente de dólares que circula en Venezuela es una mezcla imposible de discriminar de dinero legal e ilegal que se confunde en una sola masa ante la mirada cómplice de las autoridades. Ello se ha traducido en el hecho increíble de la cuasidesaparición del mercado negro de divisas que es ahora “administrado” por el propio régimen.

Pero independientemente de su origen, es innegable que las aguas dolarizadas han calmado en parte la sed de un sector importante de nuestra población, han aliviado, en cierto modo, las penurias por la carencia de alimentos y medicinas, y han abierto la puerta para un nuevo estado de “cohabitación”  entre la población rehén de las políticas del régimen y simultáneamente víctima y cómplice de las mismas. Uno de los emblemas de la “recuperación” de la economía lo constituyen los bodegones abarrotados de bienes y mercancías que habían desaparecido del mercado, y que repentinamente comenzaron a circular en el país hace aproximadamente un año a precios exorbitantes en moneda extranjera. Parte del misterio del abastecimiento de los bodegones se develó cuando se hizo público que el régimen estaba permitiendo a ciertas empresas la importación de mercancías sin impuestos.

A falta de un mejor nombre, se me ocurre que el término Efecto Bodegón es apropiado para describir no solamente lo que está ocurriendo en la economía venezolana, sino la influencia política y social que la cohabitación impuesta por el régimen ejerce en la psiquis colectiva de los venezolanos. Es imposible ocultar que mucha gente piensa que lo peor ya pasó, y que están encontrando su modo de sobrevivir en medio de le economía caótica dolarizada en un país en ruinas.

El Efecto Bodegón es una nueva variable que la resistencia debe tomar en cuenta porque la gente intenta sobrevivir, cada uno con un cuchillo entre los dientes, como le escuché decir a mi hermano Felipe que afirmaba mi sobrino Felipe Elías, y al intentar sobrevivir, y conseguirlo, se olvidan parcialmente de la destrucción y ruina que el régimen chavista ha traído sobre Venezuela. Y, aún más importante, la gente comienza a ver con más cinismo e incredulidad, los esfuerzos del gobierno encargado de Guaidó, y de una resistencia dividida que no termina de encontrar su camino. Visto en su conjunto, es difícil no ceder a la tentación de aceptar que el Efecto Bodegón fue astutamente concebido por las fuerzas del mal que gobiernan a Venezuela como un mecanismo más de control de la población, esta vez disfrazado de apertura económica y de convivencia entre el sector privado y el Estado criminal todopoderoso.


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