Moon Knight

Moon Knight nos propone otro bucle en las series de la cuarta fase del MCU. Tiene la ventaja de su casting, de un director egipcio de la cultura de lo cool, y de una producción cada vez más prolija en su diseño técnico de efectos especiales, secundarios barrocos y ambientes.

Pero disminuye su impacto, cuando pensamos en el loop de temas, códigos e ideas mejor enfocadas por la compañía, desde hace diez años atrás.

La diégesis de la serie descansa sobre el verosímil de dos imágenes poderosas del star system: el ícono de la generación X Ethan Hawke, y un hombre en crisis del milenio como Oscar Isaac, redoblado en sus tics y manierismos.

En la confrontación de los dos, en su tensión, descansan los pilares dramáticos de la saga. Sin embargo, la extensión de su cacería y conflicto, depara una situación paradójica de inevitable fatiga al verlos conversar y pelear, con apenas variantes de contexto y encuadre.

La serie sufre un bache serio hacia su Ecuador, a consecuencia de la explicación de las circunstancias bipolares y temporales que rodean al protagonista.

Más interesante es la recreación egipcia de la puesta en escena, donde percibimos una revisión de la teoría de Ella Shoat y Robert Stam, acerca de los dilemas de la óptica etnocéntrica en la construcción de la multiculturalidad.

Desde Indiana Jones y La Momia, incluso antes con la explotación de la aventura orientalista como género, fue problemática la visión de Hollywood sobre el mundo árabe.

Recientemente, vimos que La Joya del Nilo conservaba varios de los clichés y los estereotipos que marcaron a la estética de la industria, a la hora de representar al país de las pirámides, como un decorado de misterios antropológicos y karmas capaces de poseer a la mirada occidental, al punto de contagiarla de una maldición histórica que la condena a la muerte.

Ello está presente, como concepto, en el inicio de El Exorcista, y es un argumento fijo que suele instrumentar el populismo endogámico, para justificar sus políticas de cierre de fronteras y xenofobia contra los inmigrantes.

El tema se radicalizó, obviamente, con la caída de las dos torres. Pero 20 años después, parece que Moon Knight busca ofrecer una versión más respetuosa y apegada a la cultura, de la realidad egipcia.

A tal efecto, es un acierto el fichaje del realizador Mohamed Diab, que exhibe una notable destreza para la acción y el montaje de las batallas, a gran escala. El creador dota de una iconografía sugestiva a su personaje principal, así como permite que la actriz egipcia May Calamaway sea más que un guiño complaciente al espectador woke, que demanda inclusividad a juro.

La chica se gana el puesto, con una interpretación convincente, unas escenas de lucimiento, y un interés por profundizar en sus angustias vitales.

El toque de Mohamed Diab también se evidencia en el uso de la música trap y contemporánea, que rompe con los moldes tradicionales de las tonadas y composiciones orientales que Disney trabaja como meme orquestal.

De igual modo, destaca el apego y el cariño por introducirnos en las catacumbas, calles y desiertos de la estética árabe-egipcia, sacándonos de la rutina de las visitas guiadas de los museos.

No es casual que la esquizofrenia del protagonista se incube en la mente de un dependiente de una tienda de regalos de una colección occidental de reliquias egipcias.

Ahí se detona la disociación y el brote psíquico del personaje, que es incapaz de separar la fantasía, la ficción, la alucinación de su verdad gris como hombre consumido por la burocracia, cual antihéroe de Terry Gilliam en Brazil, Pescador de Ilusiones, Doce Monos y Aventuras del Baron Munchausen, cintas quijotescas que son harto citadas y plagiadas en la serie.

Claro que el cine de Gilliam depara una negrura y un pesimismo, que Moon Knigh marveliza y disneyfica, abrigando una leve esperanza y compensación, después de mostrar el daño controlado de una mente rota con recuerdos borrosos y escindidos en la tradición de El Club de la Pelea.

Con un primer capítulo y uno último que anclan a la experiencia en su construcción episódica, la serie se sostiene con desigual fortuna, amén de las condiciones y exigencias de la casa productora, para competir con calidad ante la empobrecida Netflix.

Así y todo, es una serie de una efectividad discreta, que revela el estallido actual en la burbuja del streaming, tras la explosión de la pandemia.

No estamos ante el hype y el boom de Wanda Vision, de repente nos encontramos con una réplica egipcia de Loki, con un manicomio que sustituye a la TVA de la teoría del simulacro.

De pronto Marvel ha sido dominada por el efecto Matrix, de combinar kung fu, misticismo y clases de Doctor Freud, con poses de arquitecto, complejos mesiánicos y pretensiones titánicas de unos villanos que hablan como charlatanes esotéricos.

De ahí que la maquinaría pase aceite y carezca de la pegada que le distinguimos en el pretérito.

Es incierto el futuro de la Marvel. Imaginarlo era una locura, antes del covid. Hoy es una realidad que la crisis bipolar de Moon Knight lejos de disimular, pues cristaliza como síntoma inconsciente.

 

 

 

 

 

 

 


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