El nacimiento de un bebé llena de alegría a una familia. Cada nuevo niño surte el efecto de una renovación en la vida de todos los que estamos relacionados con el hijo, sobrino o nieto que acaba de nacer. La experiencia de la maternidad física, porque también la hay espiritual, es un don especial. Concebir un hijo, llevarlo en el vientre durante nueve meses y darlo a luz, es un proceso que da una profunda felicidad. Ver llegar al mundo una nueva vida, empezar a conocer a esa personita que hasta ese instante no sabíamos cómo sería; escuchar su llanto; tocarla y sentirla cerca, sobre el propio pecho, es solo el comienzo de lo que significa ser madre.

Un bebé rejuvenece, porque las etapas de la vida comienzan de nuevo, una tras otra. Se ve crecer a alguien y se aprecia el despliegue de un proceso natural, en el que el orden de las cosas se manifiesta. Ver lo pequeño que fuimos; lo vulnerable que somos los hombres sin la atención de unos padres, ayuda a tomar conciencia de lo delicada que es la vida que nace. La alegría que se siente en torno a un bebé se explica por la apertura interior que se experimenta ante lo nuevo que irrumpe como un milagro.

Un nuevo rostro y una nueva voz es toda una sorpresa y ante las sorpresas no queda más que asombrarse. Además, la inocencia de un recién nacido es algo que toca y alivia del contacto cotidiano con la malicia humana: una especie de mancha que ese bebé desconoce todavía. Esas miradas limpias que solo buscan inconscientemente los rostros de los seres queridos, son siempre impulsos para apostar por la vida y la buena voluntad que late en el fondo de muchos corazones. Un bebé abre al amor, al don de uno mismo, al deseo de cuidar de esa criatura tan pequeña que no puede ni moverse. Su indefensión, junto a sus expectativas de ser amado, hace tender al adulto a entregarse y a salir de sí para velar por ese otro que provoca en uno el amor, porque nada despierta tanta ternura como un bebé.

No hay nada como la infancia; como esa etapa de la vida en que se descubre el mundo con humildad y curiosidad, con esa apertura espontánea que lleva a sorprenderse de todos los detalles y de los grandes misterios. Un bebé nos recuerda que lo esencial es más sencillo que lo que hemos creído. Nos lleva a apreciar, además, que la felicidad está en cosas muy pequeñas y tiene que ver con valorar la presencia de sus vidas, la pequeñez de sus rostros, de sus manos, de su cuerpo entero. Es que es eso: un recién nacido es la patencia del valor de la vida.

Todo lo nuevo nace tras un largo y doloroso parto, unos más que otros, pero siempre en lo más íntimo de uno, en lo secreto, como dice el evangelio que debemos orar. Así como el embrión, todo brote de vida es siempre muy pequeño y tímido, frágil y limpio. En palabras de mi hermano, el padre de esta nueva criatura que hoy es mi sobrina: “Naciste sana y bella, con la fuerza con la que irrumpe todo lo bueno en la vida”. Con esa fuerza que trascendió las dificultades y se resistió a morir porque quería vivir.

Un niño viene a decirnos que todo puede empezar de nuevo; que en medio del dolor patente hay pájaros que vuelan y flores que nacen. Un niño descubre un gusano caminando en las hojas de un árbol; saca sonrisas de un corazón duro; cree que el Ratón Pérez se llevó su diente y pide al Niño Jesús un trabajo para su papá. Toda nueva vida reclama amor de nuestra parte y nos recuerda, al despertar en nosotros la apertura al otro, que nacimos para trascender. Imagino que al morir nos esperarán allá arriba con la misma ilusión con que nuestros seres queridos esperaron aquí abajo nuestra llegada, porque ese día naceremos a otra vida y nunca nada acabará.

 


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