Henry Kissinger

Alistair Horne se refirió a la ascendente escuela de pensamiento que estima la Guerra Fría como enfrentamiento innecesario entre bloques antagónicos –había comenzado al término de la Segunda Guerra Mundial, para desaparecer con la caída del muro de Berlín en 1989 y la disolución de la Unión Soviética en 1991–, así como también la radical postura de Occidente en contra de la Sovietización a nivel mundial, que considera excesiva. Para Horne, el doctor Henry Kissinger era al mismo tiempo un producto y un combatiente en la Guerra Fría. Fue un destacado académico y político norteamericano de origen judeo-alemán, que ejerció particular influencia nacional e internacional entre los años de 1969 y 1977, bajo los gobiernos de Richard Nixon y Gerard Ford. Eventos tan singulares como la derrota en Vietnam, la Guerra del Medio Oriente de 1973, el Embargo Árabe petrolero –derivación de la Guerra del Yom Kippur–, la Cumbre Nixon-Mao de 1972 verificada en la República Popular china, el sonado escándalo Watergate o la crisis institucional que forzó la renuncia del Presiente el 9 de agosto de 1974, entre otros, significaron retos importantes en la carrera política de uno de los más influyentes secretarios de Estado estadounidenses de todos los tiempos.

Del doctor Kissinger se han emitido juicios favorables y adversos a su trayectoria política, diplomática e itinerario vital. Consecuente en su adhesión a la Realpolitik, la actuación de Kissinger en el Departamento de Estado norteamericano ha sido calificada de firme, aunque igual proclive a la negociación inteligente y de sentido práctico. Fue un adalid de la regla de distensión –la tregua entre Estados enfrentados, sin que ello implicase resolución definitiva del conflicto–, ante todo por lo que se refiere a las relaciones con la extinta Unión Soviética y particularmente con la China continental, instaurando a partir de allí una renovada visión de la política exterior que emplazaba la intervención armada como último recurso. Entre otros considerandos apuntados, esto le hizo merecedor en 1973 del Premio Novel de la Paz –sin duda controversial, aunque había auspiciado un “alto al fuego” temporal en Vietnam, que no acarreaba el inmediato fin de la guerra–. Se cuestionó en su período en funciones gubernamentales –aunque nunca se le retuvo como responsable directo de atrocidades cometidas–, la manifiesta intervención de los servicios de inteligencia norteamericanos en golpes de Estado y en asuntos internos de naciones latinoamericanas –entre ellos el que dio lugar al régimen de Augusto Pinochet y la llamada Operación Cóndor, o la campaña de represión y terrorismo de Estado en contra de opositores locales avalada por Washington–.

Kissinger discurrió una larga vida de realizaciones en el terreno académico y profesional, publicando obras de relieve y utilidad para los estudiosos de temas diplomáticos e históricos de la posguerra. Entre ellas destaca su libro “Diplomacia”, un recorrido sobre las diferentes etapas de la historia, que incorpora experiencias personales, tanto como consideraciones sobre la última fase y el final de la Guerra Fría –los períodos de ruptura de Reagan y Gorbachev– y el nuevo orden mundial. Sobre este último tema publicará un nuevo libro en 2014 (Orden Mundial), devenido en profunda reflexión sobre las causas de la armonía y los conflictos que agobian a la humanidad en el terreno de las relaciones internacionales. Producto de una dilatada experiencia de participante directo y observador acucioso en temas centrales de política exterior, Kissinger expone su visión personal sobre el gran reto del siglo XXI: cómo se puede edificar un orden mundial compartido, a partir de perspectivas históricas divergentes, redoblado por la violencia y los extremismos ideológicos, a los cuales se agrega el boom tecnológico que parece no tener límites en su impetuosa avanzada.

Para Kissinger, en su recorrido mundial, el arquetipo o modelo de orden vendría a ser la Paz de Westfalia de 1648 –sobre la cual se edificó un sistema de relaciones internacionales basado en el equilibrio de poderes desligados de toda autoridad supranacional–. Así concluye, en su análisis exhaustivo, que las condiciones sociopolíticas en la vieja Europa de mediados del Siglo XVII se parecen –guardando las diferencias del caso– a las de nuestro mundo actual: una multiplicidad de unidades políticas, ninguna lo suficientemente poderosa como para derrotar a todas las demás, muchas adheridas a filosofías contradictorias y prácticas internas, en búsqueda de normas neutrales para asegurar su conducta y mitigar conflictos. Westfalia será para Kissinger un proemio de la modernidad, acentuado en lo “práctico y ecuménico”, un afán de establecer el orden sobre la base de la multiplicidad y la moderación –a mediados del Siglo XX, ya ese sistema internacional se encontraba en vigor en todos los continentes–. El tema da para mucho más y no es posible siquiera delinearlo en toda su extensión, en el breve espacio de opinión que aquí nos ocupa. Volveremos sobre ello.

Conocí al doctor Henry Kissinger en mis años del Servicio Exterior de la República, mientras me desempeñaba como cónsul general de Venezuela en Nueva York –para entonces dirigía junto a nuestro amigo Alan Batkin, la firma de consultoría geopolítica Kissinger Associates–. Siempre amable y generoso con su tiempo, nos ilustraba en su experiencia vital –vaya privilegio el nuestro–, mientras dejaba caer sus juicios y reflexiones acerca de la actualidad mundial y en particular sobre los temas hemisféricos de mayor interés –Venezuela, obviamente, entre ellos–. También le vimos y oímos repetidas veces en eventos organizados por la Americas Society y el Council on Foreign Relations.

Con un siglo a cuestas y notables signos de lucidez hasta los últimos días, se ha ido el doctor Kissinger de nuestro mundo temporal, dejándonos una obra intelectual de singulares contornos, ampliamente reconocida y divulgada sobre los cuatro puntos cardinales de la geografía universal, tanto como aciertos y errores en su paso por la diplomacia norteamericana –como cualquier ser humano, alternó entre la fortuna y la controversia, el aplauso y la más severa de las críticas–, y la asesoría estratégica en materia económica y política a numerosos gobiernos y empresarios del ámbito público y privado. Como bien decía Lawrence H. Summers –exsecretario del Tesoro durante la administración Clinton–, Kissinger veía el mundo como era, no como él quería que fuese. Más allá del imprescindible debate, sus enjundiosos estudios e ideas propias quedan como testimonio palpable de una de las mentes más potentes y fecundas de nuestro tiempo.

 


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