La expresión Dios cristiano no es apropiada, pues, por principio, el Ser Supremo no admite especificaciones ni parcialidades. Son preferibles formulaciones como la de Dios según la fe cristiana.

Ahora bien, la noción que no pocos cristianos tienen acerca de Dios y, concretamente, acerca de su ser y proximidad, se asemeja a la que formularon corrientes filosóficas y de pensamiento en general como el deísmo, el iluminismo y la ilustración, dominantes por allá en el siglo XVIII, pero cuyo influjo, en una u otra forma, llega hasta el nuestro.

Dichas corrientes se deslindan del ateísmo, en cuanto admiten la existencia de un ser divino, trascendente, distinto del cosmos y superior a éste. Pero un ser distante, lejano, cuya omnisciencia y omnipotencia no se entrometen en las cosas mundanas. Tal era el pensamiento de gente como Voltaire, para quien todo lo que sonase a religión (religatio con lo divino) era fuente o producto de dañino fanatismo. Quedaba en pie sólo una genérica animación ética. Se mantenía así el reconocimiento de Dios apenas como causa inicial, sin implicación alguna en el acontecer personal y social.  Un Dios encerrado en casa, que no sale a la plaza; in-significante y nada protagónico. Posición muy corriente, expresiva y generadora de ideologías secularistas, laicistas.

Muchos cristianos, sin llegar a extremismos deístas, coinciden, en mayor o menor medida, con el iluminismo en afirmar a Dios, pero manteniéndolo lejano del escenario histórico, distante del manejo humano de lo político, lo económico y lo ético-cultural. Un Dios con poco o nada que decir sobre el manejo del Estado y las líneas gruesas de la sociedad civil. Una tal interpretación polariza las exigencias morales en lo “negativo” (no matar, no robar…), así como en inhibiciones y opacamientos del dinamismo humano, que Nietzsche se encargó de exagerar en su perspectiva atea del superhombre.   Se interpreta la voluntad de Dios en un sentido pasivo, que poco o nada aporta al progreso tanto individual como colectivo. La realidad de sociedades y países estructurados según criterios de una religión intimista y maniquea ha cristalizado en formas que no se compadecen con las exigencias positivas del evangelio (ver Mt 25, 31-46), de un genuino humanismo.

El Dios revelado por Jesucristo y confesado en la auténtica fe cristiana se sitúa en las antípodas de los divorcios y reduccionismos arriba señaladas. A este respecto resulta iluminador el inicio de la Solemne profesión de fe (credo del Pueblo de Dios) proclamada por el papa Pablo VI el 30 de junio de 1968 ante la basílica de San Pedro: “Creemos en un solo Dios, Padre, Hijo y Espíritu Santo”. Allí se destaca así lo prioritario y fundamental de la fe cristiana en Dios Unitrino, Comunión, Amor. Dicha profesión expone en seguida la particular acción de las divinas personas en el plan universal de creación y salvación, subrayándose en éste la centralidad de Jesucristo, el Hijo encarnado; luego aparecen otros elementos fundamentales, que los cristianos confesamos al recitar el tradicional Credo o símbolo de la fe.

Dios, según la revelación proclamada por Jesucristo, es, pues, Uno y Único, pero en comunión, es decir, en relación o compartir interpersonal, tripersonal, trinitario. Es lo que dice la Primera Carta de Juan: “Dios es amor” (1 Jn 4,8). Esta identidad divina articula armónicamente todo el rico panorama de la fe cristiana: el ser humano, creado para la comunicación y la comunión; el amor  como mandamiento máximo; la unidad humano-divina e interhumana como finalidad del plan creativo y  salvador de Dios Padre; el papel central de Cristo y la función animadora del Espíritu en la realización de dicho designio; significación e  instrumentalidad de la Iglesia peregrinante en la realización del referido plan comunional; la plenitud  de éste en la asamblea definitiva celestial. Sentido de la historia es, entonces, ser lugar y tiempo de construcción de unidad.

El “Dios cristiano” no es soledad omnipotente, sino comunión amorizante.


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