Pareciera que tendremos unas elecciones presidenciales este año, según el compromiso suscrito en el Acuerdo de Barbados. Así, Venezuela formará parte de los 76 países (alrededor de la mitad de la población del mundo), que van a elecciones en el 2024, en las que participaran alrededor de 2.000 millones de adultos con derecho a votar.

A partir de ello, la Asamblea Nacional tomó una decisión por unanimidad, según es casi una costumbre institucional, en virtud de la cual pone en manos de una consulta a varios sectores políticos y sociales, la elaboración del cronograma correspondiente, tarea que incumbe al Consejo Nacional Electoral (CNE), organismo que le deberá dar su visto bueno, según manda la Constitución.

Las primeras informaciones que se conocen respecto no son muy alentadoras que digamos. Dejan ver que se subestima el trabajo técnico y político que implica la realización de unos comicios a fin de que tengan lugar como debe ser, vale decir, imparciales, transparentes, confiables y legítimos y, además, que hagan posible la participación de todos los venezolanos capacitados legalmente para manifestarse en las urnas.

Sin embargo, lamentablemente no se tienen indicios de que vayan a ser así. Dejan duda, en varios aspectos. Me refiero, por ejemplo, a las distintas fechas sugeridas (14 de abril, 28 de julio), para llevar a cabo las votaciones, pasando por alto que la ejecución de las múltiples y complicadas tareas que se requieren, son imposibles de realizar en menos de seis meses, conforme lo enseñan eventos realizados anteriormente.

Me refiero, igualmente a la actualización urgente y acelerada del Registro Electoral a fin de incluir a millones de connacionales, dentro y fuera del país, que no han podido cumplir con ese requisito, a la necesidad de avisar con suficiente antelación a los observadores, tanto nacionales como extranjeros, a la ejecución de las auditorías al sistema automatizado de votación, al nombramiento de los miembros de mesa, en fin.  La lista es larga e implica un gran esfuerzo y el tiempo adecuado.

Que las elecciones den lugar a un resultado que resulte legalmente irrebatible y sea aceptado por todos los sectores políticos y sociales, sería un gran logro. Cumpliría como condición importantísima, aunque no suficiente, para disolver la crisis política, origen de los problemas que abruman al país en casi todos sus escenarios.  Los votos no hacen magia y si la aspiración colectiva es constituirnos como una sociedad democrática, hace falta echar mano de la política, perdón por la perogrullada.

La política, escribió Hannah Arendt, “…es una necesidad ineludible para la vida humana, tanto individual como social. Puesto que el hombre no es autárquico, sino que depende en su existencia de otros, el cuidado de ésta debe concernir a todos, sin lo cual la convivencia sería imposible”. Equivale, pues, a asumir la condición humana desde pluralidad y la diversidad.

Desde esta perspectiva hablo, entonces, de la necesidad (¿obligación?) de recurrir a la palabra, es decir, al diálogo y a la negociación, consciente de que son palabras que producen escozor en mucha gente, y con razón, a la luz de los pocos resultados obtenidos, luego de varios intentos.

En Venezuela se han ido disolviendo los acuerdos normativos que marcan la convivencia y la coherencia respecto al funcionamiento de cada día. El país parece poco previsible, casi cualquier cosa puede ocurrir. La desconfianza se ha hecho parte de nuestra estructura social

Hay, pues, que recuperar la conversación política luego de más de dos décadas sin tenerla. Regresar a la palabra para negociar en nombre del interés común, sabiendo que no hay otro invento a la vista para coser la vida nacional

Resulta indispensable insistir en el propósito de armar consensos en torno a ciertos objetivos, en donde todos, o la mayoría de los venezolanos, encuentren espacio y sean mejores las condiciones por donde transcurre su vida. Como señaló alguna vez Moisés Naím, “… suponer que Maduro y los suyos pueden participar en un diálogo sin mentir y sin manipularlo puede ser ingenuo. Pero, quizás, más ingenuo aún es suponer que en Venezuela es posible evitar el diálogo político indefinidamente”.

Labrar una transición política pacífica es, así pues, imprescindible, a sabiendas de que se trata de un proceso difícil, complicado, incierto y costoso que, por cierto, ha tenido lugar más de una vez en la reciente historia del país. Como leí en alguna parte, tiene semejanzas con el denominado “dilema del prisionero”, mediante el que se muestra que dos personas pueden no cooperar pese a que si lo hicieran el resultado obtenido sería mejor para las dos partes

“Hay que negociar, porque la alternativa es una guerra de aniquilación”, declaró en una reciente entrevista Carlos Blanco, parte del equipo estratégico de María Corina Machado. ¿Exagera?

En suma, tenemos que entendernos. Además, los vientos que soplan en la actualidad nos lo exigen. Necesitamos repensar la democracia y otro modo de gobernar que sean compatibles con la complejidad y los desafíos que asoma el futuro.


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