El ciudadano común venezolano, ese que ha sentido un gran número de veces que estamos al final de la dictadura, que ya está a punto de caer, que la democracia es ya una posibilidad cierta y que de una manera u otra ha visto desvanecerse esa esperanza, hoy vuelve a ser abrumado con un debate que nunca termina de ser dilucidado de manera adecuada por las fuerzas que demandan una salida democrática: si se debe ir o no a las elecciones.

Los argumentos son exactamente los mismos de siempre: los que están a favor de participar sostienen que si no se acude a las elecciones se les brinda en bandeja de plata o de oro, es lo mismo, todo el poder al régimen, pues se ceden espacios de lucha democrática.

Los argumentos abstencionistas señalan que no se debe ir a elecciones en un proceso a todas luces fraudulento que significaría legitimar la dictadura.

Los primeros señalan que en 2015, con la unidad de todos los factores de la oposición democráticos, se logró una victoria contundente. Eso es cierto, pero una vez más el régimen demostró por qué es una dictadura y la oposición por qué ha sido la más errática con la que las fuerzas democráticas han contado en su histórica lucha contra las dictaduras –un ciclo que pensamos se había cerrado con Gómez y Pérez Jiménez, pero después descubrimos que solo fue temporal–.

Ahora bien, es de verdad un dilema. Uno apuesta por la recuperación de la política, de una salida negociada o pactada, los chilenos lo hicieron con éxito mediante “la Concertación”, los españoles mucho antes que los chilenos, también, con un gran acuerdo con la que le pusieron fin a la dictadura franquista y en ambos países el modelo fue el venezolano de 1958, que como ya escribíamos en anterior entrega, el llamado “Pacto de Puntofijo” logró con éxito la doble tarea de construir un gobierno y un sistema.

Hasta ahora, toda posibilidad de negociar una salida pacífica, electoral y constitucional mediante un acuerdo ha sido imposible, fundamentalmente porque el régimen cierra todas las salidas y porque la oposición ha incurrido en errores que han sido capitalizados por Maduro y Cía.

El asunto central aquí es que el régimen chavista es una dictadura. Lo es, no porque Padrino o Reverol dirigen un ejército y cuerpos de seguridad, acompañados de todo el aparataje paramilitar con el cual cuentan para asesinar y torturar a la disidencia política, cosa que ya empieza a ser cierta, pero que pudiera no ser así. Es decir, que se pudiera prescindir de la acción terrible de unas fuerzas de seguridad ejerciendo la violencia a escala ampliada, como hicieron todas las dictaduras latinoamericanas hasta mediados de los ochenta, y aún así este régimen califica como dictadura.

El régimen de Maduro es una dictadura porque cuenta con una estructura de poder autoritario que ejerce un control no solo sobre los procedimientos, sino sobre las decisiones. Esta estructura de poder –Tribunal Supremo de Justicia, Consejo Nacional Electoral y Fuerza Armada– ha tenido y tiene la capacidad de impedir que se produzcan resultados políticos que afecten políticamente al régimen.

Este control, tal como puede observarse con motivo de las elecciones de 2015, se ejerce tanto ex ante (inhabilitación de partidos y candidatos, militarización del proceso electoral, compra-venta de votos, etc.) como ex post (inhabilitación de diputados electos, caso de diputados de Amazonas, desacato de la AN electa, dejando que sus funciones, todas, fuesen nulas, etc).

En otras palabras, el régimen ha contado y cuenta con aparatos de poder que han sido capaces de darle la vuelta a los resultados de los procesos políticos institucionalizados.

¿Esto le da la razón a los que claman por la vía violenta? No. Una derrota militar chavista es difícil, dado que una intervención militar extranjera no está planteada y no hay fuerzas opositoras internas que igualen en poder de fuego con las fuerzas que apoyan al gobierno para que se produzca un escenario de derrota militar del chavismo.

Es necesario entonces que la oposición haga política y entienda la unidad como un factor fundamental para el cambio. La calle no puede seguir siendo una metáfora, debe ser una realidad y en ella debe estar presente la gente. Y por supuesto, conectada en sentido y sentimiento con la propuesta de cambio democrático por parte de los sectores opositores.

No podemos contentarnos con tener la razón, debemos lograr que la gente vuelva a confiar en nosotros. Que ya no será posible tener a un Luis Parra o un Bernabé Gutiérrez en las filas opositoras. Es necesario reconstruir un nuevo encanto y que la gente vuelva a amarnos.

Nota: para una ampliación de estos conceptos, recomiendo Democracia como resultado contingente de los conflictos de Adam Pzeworski


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