Más allá de su lectura política, a nadie escapa el  contenido simbólico de  la toma del Capitolio por las hordas de Trump. No menos importantes son los ribetes cinematográficos del asunto. La historia del cine se ha ocupado ocasionalmente de los bárbaros y sus asaltos al poder. A veces como superproducción (La caída del impero romano, Anthony Mann, 1964), otras veces con maestría y fines propagandísticos (Octubre, Sergei Eisenstein, 1927), por citar solo dos. Pero eso era historia con mayúsculas, motivo por el cual esos asaltos siempre se vistieron de grandilocuencia y pompa. Las noticias son otra cosa.

Apenas si tienen en común con el cine el pertenecer al reino de la imagen. Pero ahí donde el cine es preparación y ritual, las noticias son golpe, violencia y prisa. Si el cine se mide por su distancia, la noticia es medida por su proximidad al hecho. La aceleración de los tiempos hace que hayamos podido ver el asalto de una institución hasta ahora sacrosanta por los bárbaros de turno en vivo y en directo, en la pantalla pequeña, a veces reflejando imágenes de teléfonos celulares.

La historia en bruto, pero transmitida en vivo, en directo y en pequeño formato con todo el escenario para los insurgentes.

Un poco de etimología nunca viene mal. Bárbaro, viene del griego y significa en principio el que no habla mi idioma, y por extensión, el extranjero. La primera reacción del “establishment” fue la de desvincularse de la horda repitiendo como un mantra “esto no es nuestro, no es lo que somos”. Hay, sin embargo, ironías crueles en todo el episodio y el cine tiene algo que decir al respecto. Y lo dijo en palabras de alguien que cabalgó, con singular éxito en el cine y en la política: Arnold Schwarzenegger. Vale la pena ver su intervención, tan impecable como reveladora. Está en YouTube y en ella el actor de 73 años habla, como inmigrante, heredero de un pasado nazi en su país natal, y americano de éxito por adopción. Es un lenguaje duro, sin concesiones para Trump (“you’re a failed leader”/ usted es un líder fallido) que lanza como una advertencia. Las democracias son débiles, avisa, y hay que protegerlas. Y entonces, ya sobre el final, la cámara abre el plano y, antes de seguir hablando, Arnold toma la espada del personaje que le dio la fama: Conan el Bárbaro.

Un paréntesis para explicar algunas cosas. Howard Phillips Lovecraft es uno de los grandes escritores de horror. Fue pobre, de vida infeliz y más infelices opiniones políticas y su prosa difícilmente pasa la prueba de la buena literatura. Lo redime, y con creces, la adhesión a su muy particular y ominoso universo. Postulaba un tiempo anterior al de los humanos, poblado por seres esencialmente malignos que dejaron sus huellas y de tanto en tanto emergían en el mundo actual para espanto de los lectores. Como todo escritor de culto, tuvo sus adeptos, reunidos en los que se llamó el “círculo de Lovecraft”.

Ninguno le superó, aunque algunos (Robert Bloch, Clark Ashton Smith tendrían carreras de interés). El que nos importa a raíz de lo que narramos fue el más disparatado e infantil de todos. Robert E Howard, el creador de Conan el Bárbaro. Como su maestro Lovecraft, Howard postulaba un mundo anterior al de los humanos, en una ucronía llamada Era Hiboria, poblada por seres malvados a los cuales se enfrenta el héroe en una saga larga que terminó con el suicidio de Howard. Un dato adicional. Conan era un bárbaro, pero tenía al menos un rasgo humano. Un código del honor. En 1982, John Milius, un director que se definía como “un fascista zen”, reclutó a un austríaco musculoso y le dio el papel que lo llevaría a la fama. El resto es historia, volvamos al video de esta semana.

Arnold toma la espada y explica al espectador que esa es la espada de Conan. Y en ese momento por supuesto, ya no es el actor quien habla, sino Conan, con el poder que su espada le da. Tampoco es el Conan de la película de 1982.  Es el Conan que ganó, con el apoyo del Partido Republicano, dos veces la gobernación de California que ejerció entre

2003 y 2011. Es, en el imaginario americano un hijo de los años ochenta, los de la ofensiva conservadora de Reagan, los valores familiares y esa muy confusa América que Trump quería hacer grande de nuevo. Porque es, en la genética imaginaria, un bárbaro bueno, capaz

de meter en cintura a las criaturas del Mal esencial que con ropajes distintos pero igual designio Lovecraft y Campbell relegaron a una era subterránea, atemporal y oscura y que, de vez en cuando resurgen literariamente. La cara sumergida e innombrable de la América profunda que votó a Trump.

Arnold- Conan exhibe su espada y la compara con la democracia. Es una espada  templada por el fuego, las dificultades y la violencia. Es –en palabras de la película de Milius– el poder del hierro frente a la carne que representaba el villano de turno, Thulsa Doom. Era el poder de las armas frente a las hordas. El poder de una estructura compacta y firme frente al peligro de la anomia, la masa, la horda sin horizonte en pos de la destrucción. La llamada al orden de Arnold (en un discurso, repitámoslo, impecable) es la única que puede dar, prisionero como está, de su papel de bárbaro autoritario pero honesto y político conservador. La brillantez del momento está en ese tramo final, con el cual lo que comienza como un discurso político y confesional a la vez, solo puede admitir un corolario de la imaginación. Empieza como Schwarzenegger, pero termina como Conan.

Porque lo que ha ocurrido es inimaginable. Un ataque de bárbaros que no son como nosotros, como repiten demócratas y republicanos a coro, solo pueden haber salido de las cavernas de la literatura y el cine de horror. Y la prueba de no ser como nosotros no es, en este caso,  su lenguaje, sino su vestimenta. Una vestimenta que coquetea con el disfraz, pero no lo es. Es lo que los distingue como el otro por excelencia.

Y para vencerlos y mandarlos a un prudente pero difícil olvido, qué mejor que Conan, otro bárbaro, pero, asimilado. Un bárbaro  de los nuestros.


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