El pasado 15 de septiembre se conmemoró el Día Internacional de la Democracia, establecido por la ONU hace un buen tiempo. Sin querer ser irónicos, ni mucho menos, viendo lo que ocurre en la mayor parte del planeta y, aquí mismo, en nuestro propio país, la primera duda que le asalta a casi cualquier persona es si hay alguna razón para celebrar, cuando un simple vistazo sobre el mapamundi nos indica que el sistema democrático se encuentra en medio de grandes dificultades, conforme lo señalan los diversos informes que le ponen el termómetro político a los países.

La política en el espacio digital

Edward Snowden, a quien seguramente usted recordará, fue quien en el año 2103 divulgó documentos secretos que pusieron en aprietos a la Agencia de Seguridad Nacional (NSA) de Estados Unidos, empañando, además, la utopía digital imaginada décadas atrás, cuando Internet daba sus primeros pasos y se hablaba de la ciberdemocracia como un espejo de la experiencia política ateniense. Sin embargo, estos últimos tiempos han erosionado, en buena medida, el sueño de los tecnócratas que la crearon, como lo muestran los cambios que viene sufriendo actualmente la política, consecuencia del desarrollo y difusión de un menú de tecnologías “disruptivas” (inteligencia artificial, machine learning, deep learning, automatización de procesos robóticos, redes neuronales, big data).

Expresado en términos muy generales, estas tecnologías permiten registrar lo que es cada persona, en términos de sus preferencias individuales, deseos y pensamientos, expresados en datos que antes solo eran accesibles a los propios individuos, pero que ahora están abiertos a observadores externos, quienes los recogen y clasifican, analizándolos a partir de las neurociencias, la psicología cognitiva, las biotecnologías, permitiendo, así, numerosas formas de manipulación, con implicaciones políticas serias, evidentes, por solo citar un ejemplo, en los procesos electorales. Se está provocando la fragmentación política del espacio público, su polarización y la emergencia de posiciones cada vez más extremistas en diversos formatos de populismo. Por otro lado, hace posible la división de la población en grupos de intereses específicos al punto de que cada quien recibe un mensaje personalizado ocasionando que el debate público común se descomponga en miles de debates privados. En otras palabras, se despolitiza la política.

La “Algocracia”

A partir de lo señalado anteriormente, cobra razón la apreciación del sociólogo Manuel Castells, cuando afirma que los medios de comunicación no son el cuarto poder, sino que «constituyen el espacio donde se crea el poder». La llamada posverdad es muy gráfica en este sentido. Pone de manifiesto cómo se juega con los hechos, se los desconoce, se los cambia o se los versiona, dañando seriamente el tejido de la democracia y demostrando que no hay forma más eficaz de ejercer el poder que disponiendo de la capacidad para determinar cuál es la realidad.

El escrutinio de los ciudadanos se ha vuelto, así pues, tarea posible en cualquier ámbito, con cualquier propósito. La vida de cada quien deja en todo momento una huella digital, a partir de la cual se engorda la información de gobiernos y corporaciones privadas, en cada caso con sus particulares objetivos. Vivimos en tiempos del “dataísmo”, sostienen los entendidos, y uno de ellos, Evgenzy Morosov, deja ver la amenaza de la sustitución de la democracia por un gobierno algorítmico. La privacidad, este es su argumento central, es el factor político fundamental para mantener vivo el espíritu de la democracia.

La “Algocracia”, según la denominan, hace referencia al traslado de nuestra capacidad de gobernarnos a unos algoritmos opacos, que no son neutros ni social, ni política ni ideológicamente, accediendo de manera arbitraria e ilegítima a nuestro cerebro, “influyendo en nuestra vida como consumidores, como ciudadanos, como electores”, añade el citado Morozov.

Al filtrar los referidos documentos, Snowden colocó sobre la mesa planetaria un asunto esencial, como es el de determinar el significado democrático de la intimidad en el mundo contemporáneo a partir de la tensión entre los derechos ciudadanos y el interés colectivo, entre la privacidad y el bien común.

El “Estado niñera”

Hoy en día la gran cuestión es, entonces, decidir si nuestras vidas deben estar controladas por poderosas plataformas digitales o logramos articular los beneficios de la robotización, automatización y digitalización con aquellos principios que constituyen la médula de la organización democrática de las sociedades. El modo como configuremos la gobernanza de estas tecnologías va a ser decisivo para el futuro de la democracia. Puede implicar su destrucción o, por el contrario, su fortalecimiento, haciéndola más inclusiva y deliberativa.

Dentro de este marco hay que destacar la importancia que ha ido cobrando la contribución conjunta de las ciencias sociales y humanas con las llamadas “ciencias duras” a fin de descifrar y calibrar los efectos de los desarrollos tecnocientíficos que están teniendo lugar. Y, por otro lado, destacar la fuerza que ha adquirido a nivel mundial la necesidad de acordar políticas públicas relativas al control, gestión y propiedad de datos masivos, así como la democratización de su uso y conocimiento, a fin de que la observación de las personas no opere como coartada para la adopción de estrategias autoritarias, bajo el argumento de que lo que se pretende es el bienestar de las personas y el resguardo del orden social. Se ha hablado, por ello del «Estado niñera», en el que el gobierno no solo puede vigilar todo lo que hacemos, sino que puede corregir nuestras conductas, prohibiéndonos u obligándonos por nuestro propio bien. En fin, no se trata tanto de la distopia imaginada en el Gran Hermano, de George Orwell, sino de la descrita en El mundo feliz, de Aldous Huxley.

La suerte no está echada

Afortunadamente se están multiplicando numerosas iniciativas que, confrontando poderosos intereses, están teniendo lugar en todas partes, tanto para procurar el acceso universal a Internet, como para aprovechar sus potencialidades con fines democráticos. En este camino se encuentran transitando la ONU y diversas organizaciones internacionales, así como distintos gobiernos y, por supuesto, numerosas instituciones de la sociedad civil, buscando que la digitalización de la política sea para fortalecer el espacio público, acomodando los códigos democráticos a los tiempos que corren. Progresivamente el asunto va siendo un componente crucial con respecto a la gobernanza mundial y se habla de la creación de un nuevo contrato social que rija entre ciudadanos, Estados y el sector privado porque se ha llegado a un punto de no retorno en el que todo lo digital es político. Hay que definir las responsabilidades de los dueños de los datos «No debemos mirar a la tecnología como consumidores sino como ciudadanos, lo digital es político», según lo sostiene Jamie Susskind, profesor de la Universidad de Harvard.

Queda así expresado, espero, uno de los principales debates que nos plantea el siglo XXI y a pesar de que hoy en día el panorama luce adverso y enredado, la suerte aún no está echada.


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