A Román Gubern lo conocimos primero como escritor de libros de cine, luego como ponente de lujo y finalmente de cuerpo presente en Mérida (Venezuela), cuando vino a dictar una serie de clases maestras en el marco de la Fábrica Audiovisual (2009).

Recuerdo que hablé con la profesora Malena Ferrer y coincidimos en que teníamos que hacer el viaje para conocerlo, soñando con entrevistarlo delante de cámara.

No teníamos certeza de que aquello pudiese ocurrir, solo guardábamos la ilusión de dos fanáticos de un autor imprescindible.

Así nos organizamos con tiempo, reservando la estadía en la Posada Sol, cerca de la plaza Bolívar.

Para nuestra sorpresa, el crítico español se encontraba hospedado a media cuadra de nosotros y accedió a darnos una entrevista, apenas lo contactamos a la salida de una conferencia en el teatro César Rengifo. Nos citó el mismo día a las 4:00 de la tarde y allí estuvimos con mucha ansiedad, media hora antes.

Malena cargaba la cámara y la operaba con su ojo clínico.

Yo tenía una lista de diez preguntas con tachones y rayas que hago en los cuadernos, cuando estoy nervioso.

Gubern bajó de su habitación a la hora indicada y por cuestiones de luz, tomamos la decisión de grabar en el estacionamiento.

Pero típico, nos pasó de todo al arrancar: el micrófono no quería responder y registrar el sonido, yo no terminaba de convenir un encuadre, porque todos me resultaban banales para la grandeza de la persona que teníamos enfrente.

Habremos retrasado el inicio por algunos 15 minutos, que a Malena y a mí se nos hicieron como largas horas de espera y pánico, de síndrome del impostor, de terror, pues generalmente figuras así apenas conceden 7 u 8 minutos de su tiempo, que corren desde el momento en que se sientan.

Imaginamos que habíamos perdido una oportunidad única en la vida, que nunca se repetiría.

Por segundos, nos invadió una angustia, un sentimiento de derrota y la peregrina idea de tirar la toalla, posponer o fijar una pauta que no sabíamos si el experto aceptaría.

La tensión estaba solo en nuestras cabezas.

El sensei estaba acostumbrado a filmar, a rodar en televisión, y problemas así le eran completamente anecdóticos, superfluos, propios del contexto.

Con su elegancia y sonrisa, rompió el hielo y nos dijo que había reservado la tarde para nosotros, que la única preocupación real era que la luz natural y hermosa de los Andes fuese cayendo, hasta ocultarse el sol, a las 6:30.

Eran las 4:20, aproximadamente, así que teníamos a la hora bruja por delante.

Bromeó educadamente un par de veces, aceptó nuestros cambios inseguros de encuadre, sugirió con su lenguaje kinésico que lo importante no era el cómo sino el contenido que nos iba a declarar.

De modo que Malena fijó un plano medio, que ligeramente evolucionó en close up, para remarcar el dramatismo de las palabras del especialista.

Estábamos en nuestra pequeña crisis de La noche americana o de Vivir rodando, cintas sobre los accidentes que se sufren en un rodaje.

Antes de empezar, mientras sudábamos con los equipos, Gubern habló de los afectos que atesora en Venezuela, de su historia con los críticos del país, de su cariño por nuestra geografía y cultura.

Estábamos conmovidos por tanta empatía y paz de sabio.

Finalmente conseguimos resolver los entuertos técnicos, empezando la grabación.

Los tres sincronizamos el arranque (de luz, cámara y acción).

Malena y yo contuvimos el aliento, nos secamos la humedad que corría por nuestras sienes, iniciando una de las mejores entrevistas de nuestras vidas.

Una en la que nos turnamos las preguntas y las respuestas nos iluminaban el rostro, abriéndonos la mente.

Vimos cómo un adorable señor español, que ama a nuestro país, se convirtió en lo que es, Román Gubern, el que posiblemente sea el mejor historiador de cine de Hispanoamérica, el que para algunos es uno de los analistas clave de cine de Iberoamérica.

Después de todo, nos regaló una hora de su memoria enciclopédica, sobre las artes del documental, los medios, la censura, la propaganda y libertad que anida en las vanguardias de la no ficción.

Capturamos la franqueza, la erudición, la contundencia, la madurez con la que habla un genio, que hila sus teorías con una clase de storytelling.

¿Por qué lo evoco el día de hoy? Por muchos motivos. Uno es que acabo de terminar de leer su obra maestra: La imagen y la cultura de masas, que había dejado por la mitad y recuperé recientemente, para descubrir un antídoto contra la manipulación mediática que nos circunda.

Luego, decir que en Venezuela extrañamos la posibilidad de seguir atesorando sus joyas más recientes y reeditadas, pues el mercado sufre de un especie de cierre, producto de las políticas que encarecen la importación de libros, generando una especie de aislamiento que favorece al pensamiento único.

Menos mal que resisten las librerías que quedan.

Como sea, amanecí un lunes de Carnaval con una nostalgia por Gubern que quería compartir y que convertí en un texto para ustedes.

Espero les sea de provecho, donde se encuentren.

De pronto, más adelante, Malena y yo tendremos fuerzas para contarles de otra cosa surreal que nos pasó con Gubern, de un proyecto aún más insólito que nos conectó, pero nunca se concretó.

Algún día, Malena y yo haremos algo con ello, con las películas y documentales, con los videoclips, que terminaron en una gaveta, por diversas razones.

Porque el cine no es solo los éxitos que enumeramos, sino también de las empresas accidentadas o interrumpidas que nos inspiraron para seguir adelante.

No hay que rendirse.

A veces las cosas no salen, o salen como nuestra  entrevista con Román Gubern, que nos enseñó una lección de vida.


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