Para este artículo hubiera querido escribir acerca de la épica que ha tejido el discurso gubernamental sobre el Bicentenario de la Batalla de Carabobo, reinventando nuestro pasado y buscando maquillar (literalmente) los graves y diversos problemas que afectan hoy en día la vida de los venezolanos. Cierto, la manipulación del lenguaje es una característica de nuestra época, pero el fenómeno no es nuevo, prueba de lo cual es que Stalin sostenía que “El arma esencial para el control político será el diccionario”. Como queda recogido en varios estudios, nos encontramos ante una “subversión de la lengua”, con un componente emotivo de enorme relevancia, al extremo de que se menciona la “sentimentalización de la política”, aludiendo a las posibilidades de manipular actitudes y formas de pensar, potenciadas al máximo por el tsunami digital.

Me acerque, así mismo, a la idea de colocar la linterna sobre las dos nuevas leyes anunciadas, la de Universidades y la de Ciencia y Tecnología, ambas muy importantes y que debieran ser discutidas a fin de que entonen con las transformaciones tecnocientíficas que modelan esta época, lo que, tras un vistazo a sus contenidos, luce que no es el caso. Y del mismo modo se me ocurrió llamar la atención sobre la propuesta de Nicolás Maduro, orientada a llevar a cabo una “revolución que estremezca todo el sistema de justicia del país”, para lo que constituyó una comisión especial, encargada de renovar sus estructuras a fin de que “nuestro pueblo más necesitado pueda tener acceso a una justicia rápida, oportuna y justa”, un proyecto que no deja de ser insólito en un gobierno que ha averiado todos mecanismos institucionales previstos para garantizar la convivencia social.

También me paseé por la opción de asomarme a la pandemia, cuyo origen casi se ha vuelto un acertijo de acuerdo al Director de la OMS, quien, luego de año y medio, afirma que “… todas las hipótesis están sobre la mesa y merecen más estudios en profundidad”, apuntando que “las respuestas tardarán en llegar”. Por otro lado, Joe Biden ha ordenado a los servicios de inteligencia que, en un plazo de tres meses, obtengan la información necesaria a fin de sacar una «conclusión definitiva». En esta misma línea incluso imaginé elaborar un escrito a partir del interrogatorio ficticio a un murciélago que me revelara si detrás de la pandemia hay una conspiración de Bill Gates para favorecer a las empresas farmacéuticas, si la misma traduce un alerta que nos manda la naturaleza cada vez más estropeada, si es la muestra de la osadía de un virus que escapó de un laboratorio o si la clave del enigma se ubica, más bien, en las disputas geopolíticas que dibujan hoy en día al planeta.

En suma, hubiera querido abordar, no tan de pasada, algunos de los temas mencionados. Sin embargo, aunque de manera tardía, preferí recordar -vainas de uno, querido lector- el Día del Padre (o sea el día de mi papá), celebrado el domingo pasado.

A estas alturas de mi historia, luego de haber caminado unos cuantos kilómetros, me acuerdo constantemente de él. Lo imagino, junto a mi mamá, pastoreando a sus seis hijos, enseñándoles a ser dueños de su horizonte, a escoger cada cual su ruta, ninguna similar a la de los otros, pero todas con el sello de sus progenitores.

Sin querer queriendo, él ha marcado el paso a lo largo de mi existencia, indicando cómo debía pararme en la cancha de la vida y, si bien me dio unas pocas recetas básicas, nunca me indicó la posición que debía jugar ni la forma de hacerlo, fue un asunto que dejó en mis manos.

Murió hace un rato largo, cuando apenas contaba con ochenta años, justito antes de que la edad se le viniera encima, según dice una vieja canción. Me enseñó a andar sin él, pero con él, no sé si me explico. Me sembró la convicción de que a pesar de lo alto que nos ponen el listón, hay que brincar con la intención de ser felices, de acuerdo con el consejo dado por Joan Manuel Serrat, a quien mi papá nunca oyó, pero no abrigo ninguna duda de que es lo que, junto a mi mamá, siempre le quiso transmitir a sus hijos.


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