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Más allá de sus efectos fisiológicos, la pandemia ha traído consigo un aumento alarmante de enfermedades mentales como la depresión, ansiedad y estrés.

Desde hace poco más de un año, ningún tema ha sido más analizado y discutido que la crisis del COVID-19, tanto por académicos y científicos como por la gente en su día a día.

En cada una de estas conversaciones sobre la pandemia, existe un tema que sobresale por sobre el resto, lo letal que puede llegar a ser el virus. Esto porque todos tenemos algún familiar, amigo o conocido víctima de esta trágica enfermedad.

Sobre este tema, la revista estadounidense, The Economist estima que el COVID-19 es responsable por la muerte de 10 millones de personas en todo el mundo, personas que hoy estarían con nosotros de no ser por la aparición y propagación de este nuevo virus. Es decir, para millones de familias el COVID-19 ha sido una auténtica tragedia.

Debido a esto, los gobiernos se han enfocado en disminuir la tasa de mortalidad de sus respectivos países. Tal ha sido la magnitud de dicho esfuerzo que prácticamente todas las economías del mundo fueron paralizadas en marzo del año pasado. Una decisión sin precedentes, impensada tan solo unas semanas antes.

Sin embargo, mi columna de hoy no será sobre este aspecto de la pandemia, sino para comentarles sobre otro efecto. Uno mucho menos debatido, pero de igual importancia: las consecuencias psicológicas. Específicamente, de cómo la pandemia ha traído consigo el aumento de una serie de enfermedades mentales como la ansiedad, la depresión y el estrés.

Sobre este tema, el Centro de Investigaciones Sociológicas de España hizo un estudio cualitativo en marzo de este año y reportó una serie de estadísticas francamente alarmantes. Por ejemplo, indicó que 23% de sus encuestados aceptó haber sentido “bastante miedo a morir por el virus”, 42% confirmó haber sufrido de graves “problemas de sueño” y 6% aseguró el haber acudido a un profesional de la salud mental por síntomas de ansiedad o depresión.

Mas allá de España, la profesora de Psicología Clínica de la Universidad de Ottawa, Mary Cénat, lideró un grupo de expertos para estudiar el tema. En su investigación, publicada en la revista científica Psychiatry Research, el grupo efectuó un metaanálisis con datos de 55 estudios internacionales (con más de 190.000 participantes) realizados entre enero y mayo de este año. Los expertos “hallaron que la prevalencia del insomnio fue de 24%, la del trastorno por estrés postraumático alcanzó 22%, la de la depresión se situó en 16% y la de la ansiedad llegó a 15%”. De acuerdo con la Organización Mundial de la Salud, todos estos números son cuatro o cinco veces mayores a la norma.

En líneas generales, todos estos indicadores son muy preocupantes, pues la depresión y la ansiedad pueden ser aún más letales que una gran cantidad de enfermedades no mentales. Desde un punto de vista personal pueden terminar en intentos de autolesión deliberada. Y desde un punto de vista social, pueden causar violencia doméstica en el hogar, así como un aumento en la criminalidad y la violencia de forma generalizada.

Por ejemplo, analicemos las consecuencias que estas enfermedades terminarán causando en los niños y adolescentes de esta generación. En casi todos los países del mundo, los niños y adolescentes llevan más de un año sin ir a clases de forma presencial. Y muchos de ellos al no tener los recursos necesarios para costearse una laptop y un buen Internet, no han realmente aprendido mucho en el último año.

Por sí sola, esta condición representa un deterioro en la salud mental de la juventud actual. Pero, a este problema tendríamos que agregarle la poca socialización que están experimentando estos niños. Por esto, hoy más que nunca necesitamos de padres con una fortaleza mental suficiente como para educar a sus hijos no solo en el ámbito académico, sino también en el ámbito social y espiritual.

Y con respecto a los efectos directos que el COVID tiene sobre aquellos que padecen la enfermedad, un estudio hecho por la Universidad de Minnesota analizó a 4.000 pacientes hospitalizados por COVID. Su conclusión fue que 82% de los pacientes desarrolló síntomas neurológicos, 37% tenía dolores de cabeza y 49% tenía encefalopatía aguda (enfermedad difusa que altera la función o estructura del cerebro), entre otros síntomas.

Por ello, debemos tomarnos con la debida seriedad no solo los efectos fisiológicos del COVID-19, sino también sus efectos psicológicos (tanto directos como indirectos).

Sobre este tema, ya se están formando iniciativas. Por ejemplo, ya existe un proyecto enfocado exclusivamente en estudiar la intersección que existe entre salud mental y desarrollo económico, al cual se lo conoce como The Neuroscience-inspired Policy Initiative. Se trata de una iniciativa liderado por el neurocientífico Harris Eyre y por el economista William Hynes –impulsada por el Instituto PRODEO y por la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE), un organismo internacional compuesto por 38 estados.

Dicha iniciativa (para la cual yo contribuyo) ya está desarrollando una serie de investigaciones relacionadas con el impacto económico de las enfermedades mentales. También está analizando que políticas públicas deberían ser implementadas para garantizar la salud mental de todas las personas, en especial aquellas personas que más lo necesitan.

Actualmente, se estima que las enfermedades mentales representan un costo de alrededor del 4% del producto interno bruto mundial, lo cual es muchísimo. Y de hecho, dicho costo solo seguirá en ascenso con el pasar de los años, no solo por el incremento de enfermedades como la depresión y la ansiedad, sino también por la transformación que están experimentando nuestras economías.

Con respecto al último punto, a esta nueva economía se le conoce en Estados Unidos como Knowledge Economy, un término que simplemente busca ilustrar que nuestras economías son cada vez menos dependientes de lo material y más de nuestros conocimientos. Son cada vez menos dependientes de los grandes capitales y más de nuestra capacidad para innovar, así como para generar “ideas” que puedan cambiar al mundo.

Para ver un claro ejemplo de esta transformación no hace falta más que ver cuáles son las compañías más exitosas de la actualidad. Amazon es la tienda más grande del mundo y comenzó como una librería virtual. Facebook está valorada en cientos de miles de millones de dólares y fue creada por un estudiante universitario en su dormitorio. Y Uber es la compañía de taxis más grande del mundo, sin ser dueña de ni un solo taxi.

De igual forma, hoy en día los videos más vistos del mundo no son producidos en Hollywood, sino en el apartamento de algún “YouTuber”. Los restaurantes que más venden lo hacen a través de aplicaciones de entrega de comida. Y las mejores agencias de viajes no tienen ni una sola oficina. Es decir, en la actualidad, nuestro mayor activo como sociedad no se encuentra en el campo, en una oficina o en el subsuelo, sino en nuestros cerebros, en nuestro conocimiento.

Por estas razones es que se desarrolló la Neuroscience-inspired Policy Initiative (y por qué yo estoy contribuyendo con dicha iniciativa), ya que es allí en donde está nuestro futuro como sociedad, en nuestro ingenio. En este sentido, mi invitación es que todos nos enfoquemos en proteger y fortalecer nuestra salud mental. Tanto de forma individual, a través del ejercicio, la meditación, el orden y la introspección. Como también de forma colectiva, apoyando a iniciativas gubernamentales y de la sociedad civil que busquen estudiar y proponer soluciones a este tipo de problemas.

@JraissatiJorge

 

Articulo originalmente publicado por Jorge Jraissati, en inglés, para el medio de comunicación europeo FTN.


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