Un tema que me ha resultado curioso pero a la vez alarmante en los últimos años es el eterno y poco profundo debate de izquierdas y derechas, en el que, para los políticos y para muchísimos ciudadanos, los problemas son causa de la ideología de los partidos que ejercen gobierno, siendo que a su vez las propuestas que hace la contraparte para resolverlos giran en función de otro catálogo ideológico. Es decir, si tú te autodefines como de derecha o izquierda tienes que comprar o creer en un catálogo completo de ideas elegidas por los partidos políticos que dirigen esos movimientos.

Entonces han surgido, en particular en las últimas décadas, montones de movimientos secundarios, los llamados “centro derecha” y “centro izquierda”, que si bien siguen los catálogos, se supone que son personas dispuestas a conversar con cualquiera independientemente del catálogo que aplique. Posición muy conveniente porque en casi todos los países con democracias participativas la izquierda y la derecha han metido la pata, de modo que pareciera ser mejor plan buscar una tercera opción.

Pero si observamos la situación actual, tengamos como parámetros la crisis en Suramérica (dejo fuera a Venezuela porque allí no hay un problema político sino la imposibilidad de ejecutar la ley sobre el crimen organizado), el Foro de São Paulo, el distanciamiento entre el Partido Demócrata y el Republicano en Estados Unidos, la angustiante ideologización de la juventud europea, la dificultad de lograr acuerdos entre partidos (incluso de líneas similares), hasta el tono elevado en las discusiones entre  amigos y parientes, me ha puesto a analizar por qué pareciera ser cada vez más difícil conseguir un punto de encuentro entre izquierda y derecha.

En discusiones que he tenido con latinoamericanos, italianos y españoles, he podido notar patrones, en especial en los menores de 35 años: (i) todos consideran que les va mal por culpa de alguien más, ese alguien puede ser la clase adinerada, la banca, los políticos –de la acera de enfrente– o personas que piensan de manera distinta; (ii) todos se han distanciado de los valores tradicionales, entiéndase la familia tradicional (algunas mujeres estiman que tener hijos representa un atraso) y la fe tradicional (muchos consideran que la Iglesia Católica debe ser fulminada y me refiero a personas que fueron formadas dentro de esa fe), cada vez es más común encontrar ateos (que para rematar creen que su ateísmo ha sido alcanzado gracias a su intelecto superior) y criticadores de oficio a cualquier posición que parezca conservadora; (iii) como consecuencia de las dos primeras, son personas perdidas, desesperadas por encontrar un propósito en la vida, lo que los hace blanco fácil de ideologías políticas y, tal vez lo más grave, (iv) son arrogantes e intransigentes con sus creencias, a pesar de su corta edad y, en ocasiones, escasos estudios, están convencidos de tener la razón y suelen volverse bastante agresivos cuando les presentas, mediante argumentos y hechos objetivos, evidencia suficiente que les tumba su superficial posición.

Pregonan entonces la inclusión social, el derecho a tener familia homoparental y la protección religiosa en términos genéricos (todo esto es –en principio– positivo), pero cuando se trata de un católico, caucásico, heterosexual o de valores medianamente tradicionales, se asume una postura ofensiva porque esa persona representa algo que ha sido seleccionado como el centro de imputación de todos los daños sufridos por las llamadas minorías. Se supone que si tienes el derecho de llevar vida musulmana, también tienes derecho de ser católico, así como si tienes derecho de ser transgénero, también debe respetarse la posibilidad de ser heterosexual, eso es lo más razonable y justo.

Esto lógicamente coloca a aquellos de postura más tradicional (no necesariamente conservadores, volvemos a los catálogos) en un escenario de agotadora confrontación con aquellos que ven en esa forma de pensar un fin único en la vida. De manera que los autoproclamados “moderados” que he conocido son ideológicamente intransigentes –por tanto no son moderados– y eso tiene un efecto que se puede explicar con la tercera Ley de Newton: “Con toda acción ocurre siempre una reacción igual y contraria”.

Pero lo precedente no termina de explicar cómo llegamos a esto, porque el debate –por muy hueco que sea– entre izquierda y la derecha no es algo nuevo, la izquierda siempre ha tenido conflicto con la Iglesia Católica y siempre ha existido un mayor porcentaje de ateos en esos movimientos (de allí que suelan ser más fanáticos, pues el vacío espiritual necesitan llenarlo con algo más), pero no es exclusivo ciertamente, además, las crisis económicas siempre han existido, de manera que la causa de este distanciamiento extremo debe ser otra cosa.

La izquierda moderna ha evolucionado en algunos aspectos de su discurso, cierto que sigue pregonándose la desigualdad económica (siguen diciendo que el empresario es malo, pero a puerta cerrada saben que lo necesitan), pero hoy en día el discurso gira en torno a los derechos humanos (de los que parecieran haberse apropiado), las minorías que en el pasado se concentraban en la clase obrera –situación que poco a poco viene mejorando mediante reformas legislativas ejecutadas por gobiernos mayormente de derecha–, hoy en día se  enfoca más en las mujeres, inmigrantes, musulmanes y la comunidad gay y de transexuales, pero irónicamente sin que ello busque necesariamente la igualdad, sino más bien la llamada “discriminación positiva”, cosa que es ya una contradicción de términos, pues se crean regímenes jurídicos que colocan a esas “minorías”, elegidas por el partido en una posición de privilegio: más becas, más subsidios, más ventajas legales, en detrimento de los que no entran en el grupo de “minorías” seleccionadas.

Lo anterior pareciera llevar a la conclusión de que la izquierda y la derecha se han distanciado a estos extremos porque la izquierda, además de sus ideas históricas, ha adoptado valores e ideologías antioccidentales y así esmuy difícil conseguir puntos de encuentro.

 


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