“Para el jurista un orden jurídico solo es válido si de una manera general los individuos a los cuales se dirige conforman sus conductas a las normas que lo constituyen”, afirmó Hans Kelsen en su obra canónica Teoría pura del derecho. Es lo que sucedió con el régimen nazi y con el soviético, y lo que ocurre hoy en Cuba.

Cuando los ciudadanos amoldan sus conductas a las normas o sentencias que un régimen totalitario va produciendo, en esa misma medida se configura un orden jurídico, según esta visión positivista diseñada por Kelsen. Dicho orden requiere de la coacción para obligar a los ciudadanos a ajustar sus comportamientos cotidianos al sistema jurídico impuesto. En los regímenes totalitarios altamente represivos, el Poder Judicial se complementa con los órganos de seguridad para que su sistema jurídico sea cumplido: en el nazismo fue la Gestapo, en la Unión Soviética fue la KGB y en la Cuba castrista lo es el G2.

Esto plantea las diferencias entre la eficacia y la validez de un ordenamiento jurídico determinado. El sistema jurídico nazi era eficaz, pero no válido. El ordenamiento de un país democrático como Suiza es eficaz y válido al mismo tiempo. En este sentido, Manuel García-Pelayo formula unas agudas reflexiones en relación con la Teoría pura del derecho de Kelsen, y sostiene que el rechazo surgido por algunos sectores contra la teoría kelseniana se debe a que los totalitarismos se fundamentaron en ella para justificarse jurídicamente. El maestro español predica la tesis según la cual el orden jurídico debe establecer valores propios del liberalismo, como, entre otros, la libertad, la igualdad y la justicia. Sin embargo, de dicho orden no pueden excluirse “los criterios de legitimidad metajurídica” y, por tanto, un sistema como el descrito por Kelsen carece de legitimidad (Autobiografía intelectual).

El ordenamiento jurídico de la revolución bolivariana, por su parte, tiene como propósito impulsar “la revolución”, como lo proclamó a los cuatro vientos José Delgado Ocando en su ensayo Revolución y derecho, en el cual defendió las nociones de legalidad y legitimidad de un régimen revolucionario. En dicho texto afirmó: “Ética de la revolución significa en este contexto que el Estado debe ajustarse al programa de la nueva hegemonía” (se refiere, por supuesto, a la dominación chavista).

En su discurso de inauguración del año judicial en 2001, Delgado Ocando defendió la tesis según la cual la interpretación constitucional debe estar al servicio del proyecto político revolucionario: “Es enaltecedor y estimulante para mí, que he revisado durante mi larga carrera académica tesis que ponen en duda el rol del derecho en la elaboración de proyectos políticos progresistas, ver que, en este proceso, el derecho no solo no ha sido un obstáculo al cambio social, sino que, por el contrario, ha resultado un instrumento al servicio de la juridización, sin solución de continuidad, del cambio mismo”. Es de destacar que haya sido Delgado Ocando quien divulgó esta opinión cuando era magistrado de la Sala Constitucional, porque el mismo fue el ideólogo de las primeras decisiones de dicha sala, lo que permitió la consolidación del chavismo. Es lo que los procesalistas llaman un “adelanto de opinión”, que comprometía la imparcialidad de sus decisiones. Y así ha sido en la evolución de la jurisprudencia de los últimos años: las sentencias están orientadas a consolidar el totalitarismo socialista.

En lo anterior se fundamenta el centenar de decisiones que se amoldan a la idea totalitaria del derecho. En efecto, si el orden jurídico impuesto al amparo de la coacción, del miedo y de la sumisión permite la violación del derecho de propiedad, la libertad de expresión y demás derechos humanos, el sistema jurídico será eficaz pero no legítimo.

Es dentro de este contexto como puede verse la ristra de decisiones que ha dictado la Sala Constitucional en el largo camino recorrido en los últimos veinte años: la confección de un sistema socialista “como sea”, aun a riesgo de reinterpretar arbitrariamente la Constitución. Por eso, no debe causar sorpresa que en la reincorporación de los diputados oficialistas a la Asamblea Nacional se imponga esta visión en la aplicación de la norma constitucional.

El asunto de los diputados que se reincorporan a la Asamblea Nacional es claro desde un punto de vista de interpretación constitucional. En efecto, quienes hayan ocupado cargos en el Ejecutivo están constitucionalmente inhabilitados para reincorporarse al Parlamento. Lo mismo ocurre con quienes hayan ocupado responsabilidades de elección popular. Esto está establecido en los artículos 191 y 148 de la Constitución. El primero se refiere a la tácita renuncia a un cargo al aceptar o ejercer otro trabajo público; el segundo define la renuncia tácita a un cargo público por aceptación de otro, tal como lo explicó con claridad el doctor Enrique Sánchez Falcón, consultor jurídico de la Asamblea Nacional, en un dictamen que circuló en las redes. Estas normas son claras y no requieren de interpretación, al amparo de la máxima in claris non fit interpretatio, que proclama que la norma clara se aplica sin más, porque la interpretación se refiere a la ambigüedad, oscuridad o vaguedad. No es el caso en estos claros mandatos.

Sin embargo, lo afirmado por el ex magistrado Delgado Ocando en su discurso del año 2001, de que la interpretación constitucional debe apuntalar la revolución, es lo que se ha impuesto durante los últimos veinte años. De ahí que las decisiones que se dicten sobre este asunto no interrumpirán el avance del socialismo, porque, según esta visión, el derecho no puede ser un obstáculo al cambio revolucionario.

La recuperación de un orden jurídico eficaz y legítimo dependerá de que la oposición diseñe una estrategia política unitaria que permita la reconstrucción del sistema judicial. Mientras no se haga, el derecho seguirá al servicio de la revolución.

 


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