La misma Providencia Divina que a la persona humana ha dotado de razón (una facultad que -entre otros aspectos- nos capacita para advertir, conocer y entender la realidad presente); también nos provee de una potencia espiritual que nos permite conocer, intuitivamente, un aspecto fundamental del futuro. Esa potencia es la esperanza: una virtud teologal, gracias a la cual, por muy adversa y fatigosa que sea nuestra realidad presente, podemos afrontar tal realidad con la confianza de saber que siempre habrá un futuro mejor.

Como es natural al ser humano, ignoramos los detalles del porvenir; pero, como cristianos, hemos recibido una gracia que nos concede un conocimiento cierto y específico acerca de toda realidad futura, a saber: que la vida y el bien han triunfado sobre la muerte y el mal, y que, por tanto, el bien siempre tendrá la última palabra en el porvenir del hombre y de la sociedad.

Con la razón, podemos desentrañar la verdad que se nos muestra en las realidades presentes; podemos determinar las problemáticas de nuestra vida en sus categorías, en sus causas y sus efectos. Y si esa verdad es dura y lastimosa, normal y razonable será, entonces, tanto nuestro llanto como la decisión de aplicar medidas paliativas. Pero, por otra parte –aunque de manera limitada– con la esperanza  tenemos acceso adelantado a la verdad futura: una verdad siempre agradable que, desde ya, nos alienta y nos permite sonreír a pesar de la adversidad actual.

Ambas potencias (razón y esperanza) nos capacitan para la supervivencia: la primera, al permitir que nos ubiquemos y reaccionemos en el contexto de los riesgos, amenazas y calamidades presentes; y la segunda, para aguantar con fuerzas toda adversidad, hasta la llegada del futuro mejor. La primera nos capacita para actuar en la transformación de las realidades presentes, y la segunda, para resistir a sus embates y mantener la marcha decidida.

A los venezolanos de hoy, la razón nos indica que nos encontramos en un escenario cuasiapocalíptico: una situación de pandemia mundial, y con nuestro país en el peor momento de su historia. Mediante la razón, sabemos que nos encontramos en una degradación casi total de la vida nacional; entendemos que, durante veintiún años de dictadura, hemos sido presa de un sistema genocida, socio-destructivo y depredador de la economía. La razón nos hace entender que el régimen que nos oprime, es una especie de carcinoma metastásico en el cuerpo de las instituciones del Estado; un coloso rojo erigido en eficiente gestor del mal común; y cuya expectativa de continuidad se sustenta –hoy más que nunca– en la desesperanza popular inducida.

La desesperanza es el grillo invisible –pero pesado como el plomo– que, día tras día, el régimen narcocomunista insiste en mantener pegado a los tobillos espirituales del venezolano. Un pueblo sin esperanza es un pueblo condenado a la inacción, porque la desesperanza desmoviliza y adormece la reacción social. El autodenominado “socialismo del siglo XXI” lo sabe muy bien, y por ello arremete tan duramente contra el ciudadano en todas sus dimensiones humanas: en su cuerpo físico, asestándole golpes de hambre, miseria y desasistencia médica; y en su psiquis, administrándole altas dosis de anormalidad cotidiana. Sin duda alguna, el régimen planifica, ejecuta y monitorea la desesperanza popular como medio de dominación.

La batalla contra la dictadura narcocomunista es una batalla contra la desesperanza y el mal multiforme. Cada venezolano debe levantarse del suelo de la ignominia, constituirse en agente del bien, y hacerse multiplicador de la esperanza; pues esta es hoy la única fuerza con capacidad de convocatoria a las grandes gestas que tenemos por delante.

Decía Aristóteles que “la esperanza es el sueño del hombre despierto”. Venezuela, aunque muy maltrecha, está viva y está despierta; solo debe mantenerse firme en su gran sueño de libertad. Es hora de avivar nuestra esperanza. Es válido llorar hoy por Venezuela; pero las mismas razones que nos llevan a llorar, han de constituir energía para la lucha. Hay que sembrar la esperanza, vivir la esperanza, pues esta –como virtud teologal que es– constituye un hábito que Dios infunde en nuestra inteligencia y en nuestra voluntad, para  ordenar nuestras acciones hacia el bien; y para Venezuela no hay hoy mayor bien que el fin de la tiranía corrupta y genocida.

Hoy la nación venezolana, cada hombre, cada mujer, cada joven, cada niño, cada anciano; todos confiados en Dios, hemos de empujar las puertas de nuestro futuro; de ese futuro mejor que merecemos, y que se nos irá haciendo presente cada día, en la medida en que  mantengamos la lozanía de nuestra ánimo y de nuestra esperanza. Hemos de confiar en Dios como si todo dependiera de Él; pero, al mismo tiempo, hemos de seguir luchando como si todo dependiera de nosotros. Y la primera lucha es en el ámbito espiritual, en el ánimo nacional. Es la esperanza la primera reconquista que hemos de realizar en nuestro camino a la libertad.

Venezuela debe luchar por su derecho a soñar despierta; por aquello a lo que tiene derecho a anhelar como posible, por aquello a lo que tiene derecho a esperar como pueblo libre, forjador de libertades en otras latitudes, y que, de brazos abiertos, ha acogido a millones de inmigrantes a lo largo de su historia.

A todo el pueblo de Venezuela, sirvan de aliento las palabras que, con ocasión de la vigilia de resurrección de este año 2020, pronunciara S.S. Francisco:

“[Con] la Resurrección conquistamos un derecho fundamental, que no nos será arrebatado: el derecho a la esperanza. Es una esperanza nueva, viva, que viene de Dios”.

@JGarciaNIeves


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