Hace algunos días leí que los desastres tienden a sacar lo mejor de la gente, en cambio las pandemias suelen hacer lo contrario. Frente a una inundación o un terremoto mucha gente corre a socorrer y a buscar apoyo. Ante un incendio, la caída de una casa o el derrumbe en una carretera, sobra quien acuda de manera solidaria. Pero cuando una enfermedad contagiosa azota un lugar cunde el miedo, y la reacción es aislar a esa gente o alejarse de ella.

En mi pueblo de La Quebrada Grande viví las dos situaciones. La carretera es peligrosa por las pendientes, las numerosas y cerradas curvas, los enormes desfiladeros de un lado y las moles montañosas del otro, por lo que los volcamientos son frecuentes. —¡Se rodó un camión en la Curva del Viento! ¡Se volcó un carro en la Peña Azul!, y medio pueblo corre con palas y picos, mecates y machetes, a ayudar a sacar la gente que ha sufrido el accidente. —¡Un derrumbe en Miquimbóx tapió la casa de fulano!, y muchos corren para allá, unos a colaborar con las escardillas y otros a mirar, a comentar y a rezar. — Hay un leproso en Miquinoco, se decía en voz baja y entonces la gente evadía ir a ese campo.  —A fulano le dio tifus, y uno no pasaba frente a su casa.

Cuando uno iba a Maracaibo y el ferry pasaba cerca de la isla de Providencia, le decían: “Esa es la isla de los leprosos”, entonces nos acordábamos de algún paisano que se lo habían llevado a ese lugar, lejos de sus querencias. Moría abandonado y solo. Luego supe que ese lugar no era tan terrible como nos lo pintaron de muchacho. Había personal que atendía con amabilidad a los enfermos. Tenía pabellones de hospitalización –distribuidos para hombres y mujeres–, casas para los enfermos que vivían en pareja, plaza, mercado, dos iglesias (una protestante y otra católica), cine, escuela de artes y oficios, biblioteca, prefectura, cárcel y cementerio. Y el muelle donde llegaban las canoas. Incluso queda el testimonio de la existencia de fray Simeón Díaz de la Rosa, un sacerdote de origen español que fue muy querido en esa isla, y cuyo deseo era que sus restos los sepultaran allí.

En esta pandemia del COVID-19 se ven más conductas motivadas por el miedo, el recelo, los prejuicios y otras manifestaciones de ese tipo, que las que provienen de la solidaridad, la cooperación y la ayuda mutua. No solo como manifestaciones naturales y espontáneas de la gente, sino como conductas institucionales, que explican, jamás justifican, que muchos de los lugares dispuestos para atender a las víctimas del virus sean especies de “degredos” o sitios de aislamiento sin las debidas atenciones y cuidados. En los hospitales llamados “centinelas”, como si de asunto castrense se tratara, se ha visto que los que más sufren son los propios trabajadores de la salud, que ven la desconfianza de muchos y caen como primeras víctimas de la carencia de los insumos adecuados.

Quizás uno de los cambios más importantes que nos toca, como personas y como sociedad, es entender que sin la fuerte cooperación de todos nadie se salva, sea de la pandemia, de la crisis económica, del cambio climático, de la corrupción o de los malos gobiernos. Si no cambiamos en serio, nos espera el degredo.


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