Con motivo de las elecciones generales que el próximo domingo se celebrarán en España, observé, con envidia, el debate entre los candidatos de los cinco principales partidos políticos, transmitido por la televisión pública española. Sin hacer uso de cadenas obligatorias (práctica desconocida en los países democráticos), en un clima de respeto y con reglas iguales para todos, durante casi tres horas, el candidato del partido que hoy está en el ejercicio del poder debatió con cuatro de sus adversarios políticos.

En este debate se confrontaron posiciones muy distintas, yendo desde la izquierda hasta la ultraderecha, pasando por el centro y dos versiones de la derecha. A pesar de sus diferencias ideológicas, con respeto, cada uno de los candidatos ofreció su propia visión sobre la unidad de España o sobre la diversidad de los españoles, sobre la cohesión social, la memoria histórica, el fortalecimiento de la democracia, la economía y la política exterior. Con argumentos, no con milicias fascistas ni colectivos armados, cada uno de ellos intentó convencer a los electores de la sensatez, la justicia y la conveniencia de sus propias propuestas.

En ese ambiente, los candidatos debatieron sobre el incremento o la disminución de los impuestos, sobre políticas sociales, sobre el pasado dictatorial que unos añoran y sobre el futuro que otros vislumbran, sobre el costo que tiene la sanidad pública para los inmigrantes, la respuesta al cambio climático e incluso sobre la prohibición de determinados partidos políticos. ¡Esa es la fortaleza de la democracia, que permite hablar inclusive a quienes quieren destruirla!

Es probable que, a partir de su visión de la política, de sus angustias y de sus preocupaciones, cada uno de los telespectadores haya percibido como ganador -o como perdedor- de ese debate a un candidato diferente. Puede que algunos hayan prestado más atención al vestuario, al lenguaje corporal o a la teatralidad de los candidatos, y otros a los argumentos que reflejaban más o menos sensibilidad social, o más o menos conocimiento de las reglas del mercado y de su impacto en la vida de las personas. Mientras algunos pueden haberse interesado por la coherencia y la solidez de las ideas expuestas, otros habrán prestado más atención al compromiso con la democracia (o con una determinada ideología), o a la credibilidad de cada candidato.

Se podrá preferir a uno o a otro de esos candidatos. Pero, en lo que no puede haber discusión es en que este debate ha sido una forma de ejercicio de la democracia. Es sobre esas distintas visiones del país que los españoles están llamados a pronunciarse el próximo domingo, y su elección será una forma de decidir sobre las políticas públicas. No hay un autócrata que vaya a decidir por los demás, como si estos fueran menores de edad. En democracia, la toma de decisiones públicas es responsabilidad de todos, y eso supone un público bien informado, gracias al libre flujo de informaciones e ideas de todo tipo. Donde no hay libertad de expresión no hay democracia, y no puede haber un debate franco y abierto sobre los asuntos de interés colectivo.

El formato del debate podrá gustar o no gustar; podrá echarse de menos que no haya habido más debates, con más protagonistas, con más preguntas de los periodistas o del público, y cara a cara entre los distintos candidatos. Pero, para quienes estamos condenados a escuchar un constante monólogo de insultos (¡y en cadena!), un debate de este tipo resulta refrescante, y nos hace sentir nostalgia de aquellos tiempos en que, en Venezuela, en vez de la censura, el encarcelamiento, la tortura, e incluso el aniquilamiento físico del adversario político, también había debates de ideas.


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