Es en extremo escaso —para no expresarlo en términos absolutos y de un modo más categórico— lo que se puede o vale la pena rescatar del primer debate entre Biden y Trump, y el que crea ver algún «ganador» en semejante espectáculo debería plantearse la realización de un ejercicio introspectivo para revisar tanto su visión de la política como sus expectativas acerca de la actuación de los políticos, máxime porque ello se relaciona directamente con el gobierno de los países y, por tanto, con el bienestar de los pueblos y de toda la sociedad global.

Trump hizo justo lo que ha hecho —de manera pública y notoria— a lo largo de toda su vida adulta, esto es, desviar la atención de lo sustantivo para impedir que se penetre la bruma de sus muchas promesas, y Biden se mostró como un hombre del que no cabe esperar que se imponga con inteligencia y claro sentido de lo correcto y conveniente cuando su nación —y el mundo— lo requiera.

De haber sido el contendiente de cualquiera de los dos alguien como, por ejemplo, Arturo Úslar Pietri, este aún estaría masticando los restos de su adversario y su equipaje ya estaría listo para su seguro viaje a la Casa Blanca, y al pensar en esto y escribirlo no puedo más que lamentar el que no fuese en su momento una figura como Biden o Trump la principal oponente de aquel probo venezolano, por cuanto tal circunstancia le arrebató la oportunidad de liderar el proceso evolutivo que todavía hoy es la mayor y más relevante de las muchas tareas pendientes de la nación.

Sea lo que fuere, la consideración de ese «debate» sí puede servir para que tanto la ciudadanía venezolana como el «liderazgo» opositor terminen de ampliar su visión y mejorar sus criterios en lo que a la estrategia de la lucha por la libertad se refiere, y de forma más específica en lo que respecta al convencimiento y movilización de la comunidad internacional para el logro de la conformación de una gran fuerza externa de paz que apoye, dentro del territorio nacional, las acciones emancipadoras de los venezolanos.

Lo hecho u omitido hasta ahora, hecho u omitido está, y llorar sobre la leche derramada siempre resulta infructuoso y supone la pérdida de valioso tiempo, pero sí es necesario puntualizar, para el aprendizaje y mejora del accionar de la oposición, que el principal de los varios y graves errores cometidos desde comienzos de 2019 fue sin duda el desaprovechamiento del respaldo internacional conseguido tras largos años de llamados de atención y de inteligentes gestiones de muchísimos venezolanos —como, verbigracia, las de Lilian Tintori, a quien no ha valorado lo suficiente la nación, o las de los miembros del Foro Penal— y de decididos amigos del país —como las del secretario general de la Organización de Estados Americanos, Luis Almagro—, y consolidado con la gira de Juan Guaidó; un desaprovechamiento que derivó de la creencia, del mencionado «liderazgo» —para no incurrir en la indelicadeza de decir «de Guaidó»—, de que el gobierno estadounidense —para tampoco incurrir en la indelicadeza de decir «Trump»— representa a la comunidad internacional.

Un error infantil de mortales consecuencias que, indistintamente de lo que ocurra a partir de ahora, ya selló el destino de ese «liderazgo».

En todo caso, es más que evidente, a juzgar por lo expresado por Guaidó en la tribuna ad hoc que, en cuanto reconocido representante del pueblo venezolano, se le habilitó en el contexto de la reciente Asamblea General de las Naciones Unidos, que finalmente se ha comenzado a comprender en el seno de tal «liderazgo» que las decisiones de los principales actores del mundo democrático no están supeditadas a las que se toman en la Oficina Oval, y que además, a estas alturas de la contemporaneidad, ningún país está dispuesto a asumir de manera individual la responsabilidad de intervenir en otro, por lo que la intervención de una fuerza externa —que incluya, por supuesto, a Estados Unidos—, en el marco de la responsabilidad de proteger, es algo que solo es posible materializar en estos inicios del siglo XXI, tanto en el caso venezolano como en cualquier otro, si se plantea como una coalición de fuerzas en la que la responsabilidad sea compartida por todos, incluyendo los beneficiarios de la ayuda. Sin embargo, no es suficiente que solo en aquella instancia se entienda esto, ya que si la sociedad venezolana en su conjunto no lo hace, no podrá ella influir sobre ese vasto mundo democrático para que este dé el definitivo paso que haga factible la emancipación de Venezuela.

Ese entendimiento, a su vez, pasa por la comprensión de los intereses que mueven a los protagonistas del «debate» en cuestión para que así se dejen de dirigir los esfuerzos en la dirección equivocada, a saber, la materialización de un proyecto personal —y personalista—, el de uno, y la recuperación de la «hegemonía» de un partido cuya errónea política histórica ha sido la de la no intervención en problemas «domésticos» de terceros, el del otro. De hecho, no cabe esperar que Biden, de resultar ganador, se aparte de unos dogmas partidistas —no mejores, ni realmente peores, que los republicanos— que solo pocos presidentes demócratas con mejor visión —y que se cuentan entre los mejores de toda la historia estadounidense—, como Clinton, no dudaron en dejar a un lado cuando el mundo lo requirió.

En tal sentido, es hora de ver las verdaderas dimensiones de un mundo que es más grande de lo que aquí se ha supuesto y volver al camino de la proactiva búsqueda de su ayuda; una con la que sí se desea hacer lo que corresponde hacer.

@MiguelCardozoM


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