“Todo cambia”. Heráclito.

El conservadurismo es una forma de ser y de actuar, que  varía de acuerdo con el cristal con que se mire. No es lo mismo el conservadurismo moral que el político, independientemente de que los temas morales puedan tornarse intensamente políticos. En estas líneas me enfocaré en el conservadurismo político, con especial mención a la realidad de nuestro país. No nos referiremos tanto a la doctrina conservadora, una doctrina política con sus principios, sus teóricos y sus partidarios, englobados en un partido político llamado generalmente partido conservador, con su pretensión de cumplir con los principios y dogmas de la doctrina conservadora. Me referiré más bien aquí al conservadurismo como actitud y práctica política, y menos a la doctrina propiamente dicha.

La Venezuela moderna, que irrumpe a la muerte de Juan Vicente Gómez el año 1936, terminó de sepultar una doctrina ya bastante desprestigiada en  la jerga popular. Se le consideraba un retraso histórico, eran los godos de la Venezuela del siglo XIX, que no suscitaba ni interés y menos pasión en las jóvenes generaciones. Los nuevos movimientos políticos evitaron la palabra, pues se tornaba contradictoria con la nueva estrella de lo social y lo democrático, frente a lo que se consideraba oligárquico, con sus representantes, los tradicionales “amos del valle”.

Entonces, ¿cuál es esa forma de ser y de actuar que llamamos conservadurismo? Michael Oakeshott, un pensador británico, representante eximio de la doctrina conservadora, así lo define, independientemente de que nosotros podamos ampliar o atenuar su definición: “Ser conservador es preferir lo familiar a lo desconocido, preferir lo experimentado a lo no experimentado, el hecho al misterio, lo efectivo a lo posible, lo limitado a lo ilimitado, lo cercano a lo distante, lo suficiente a lo excesivo, lo conveniente a lo perfecto, la risa presente a la felicidad utópica. Los cambios pequeños y lentos le parecerán más tolerables que los grandes y repentinos, tendrá en alta estima cada apariencia de continuidad”.

Reflexionemos entonces en torno al conservadurismo en nuestro medio. Lo primero que surge es el tema del poder. El poder no solo tiene una tendencia natural a corromper a quien lo ejerce, sino que su ejercicio sin controles lo torna profundamente conservador. No hay nada más conservador que una dictadura que se prolonga en el tiempo, pues termina convirtiendo en objeto prioritario y hasta único de su acción el sostenerse en el poder. Todo lo que lo impida es reprimido, violentamente execrado, y los aparatos represivos del Estado adquieren en el centro del poder un lugar privilegiado. Es el sino de la dictadura, una nota diferencial relevante de las democracias. Un ejemplo sintomático es el de la Unión Soviética (que comparte con todas las dictaduras totalitarias), una dictadura que comenzó bajo Lenin y Trotsky siendo revolucionaria, para terminar con Stalin y sus sucesores, en un régimen conservador sin capacidad de innovación.

En las democracias el tema del conservadurismo y sus límites es un arma de doble filo. Una democracia saludable es aquella donde se delibera libremente ante el conjunto de los ciudadanos, en la búsqueda de consensos abiertos y flexibles sobre qué conservar y qué innovar, sin negar los conflictos, pues ella, no debemos olvidarlo, es el gobierno de la mayoría. Cuando los historiadores del futuro, superadas las pasiones del presente, hagan su balance de los pro y los contra de la República civil (1958-1998), podrán seguramente revelarse entre estos últimos la mineralización excesiva de los núcleos dirigentes de la clase política, dado su apego excesivo al poder y su cerrazón a las transformaciones que hubieran podido rejuvenecerla y mantenerla lozana. Cierto que los llamados en nuestra jerga política “saltos al vacío” deben analizarse con prudencia, pero nunca sin perder de vista que como nos lo recuerda Heráclito, el cambio es una condición natural de la vida.

 


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