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La vida color naranja fue un concepto creado por ARS Publicidad y utilizado por Venezolana Internacional de Aviación, Sociedad Anónima, para promocionar su amable manera de tratar a los pasajeros, esa que certificaba el eslogan «En VIASA, el tiempo pasa volando». Vienen a cuento  el color y posicionamiento de la empresa aérea, en razón del uniforme encasquetado a los implicados en el saqueo a Pdvsa y el pronto olvido del asunto para anunciar, como la gran cosa, la puesta en servicio de la línea de  emergencias 0800-Bigote, iniciativa enmarcada en la campaña de Nicolás Maduro para la legitimación de su usurpación, arrojando al basurero del olvido el trampantojo de la corrupción, manipulado propagandísticamente  con fines electoreros, mediante el cual, sin parar mientes en la presunción de inocencia, se uniformó a una cincuentena de funcionarios con las vergonzantes bragas del cromatismo de la prisiones del imperio y, así, concitar la aprobación y aplauso de la galería.

El usurpador sabe de sobremanera que, sin trampas, le es imposible ser legitimado mediante el voto; también lo tiene claro como el agua el innombrable bellaco del mazo, quien prodiga descalificaciones a potenciales candidatos presidenciales de la oposición. Oscilando entre la cursilería y el ridículo, apoyándose en la caricatura de Superbigote, se difunden imágenes de la marioneta de Padrino en llave con el vampiro de Carabobo, a objeto de detallar los alcances de esa iniciativa proselitista. La inminencia de una derrota en los comicios de 2024 incitan a su delante de parte de quien, desde la televisora oficial miente de manera descarada e infame para intimidar a la oposición y apocar a la Comisión Nacional de Primaria. Al acometer estas líneas, me propuse no abordar los temas habituales ni profundizar en ellos, y referirme, a cosas más agradables, verbigracia, el Día del Árbol.

El Día del Árbol es (o era) efeméride de obligatoria conmemoración en las escuelas. Fue instaurada durante la dictadura restauradora y protochavista de Cipriano Castro —en 1906, en La Victoria, durante la arbórea fiesta de mayo y en registro bolivariano, leyó el hombre de la levita gris su Ofrenda a la Patria: «…he ofrendado a la patria cuanto un espíritu verdaderamente patriota puede ofrendarle: reposo, tranquilidad, su existencia y la de su familia»—.

En el imaginario del comandante hasta siempre, la figura del Cabito ocupaba lugar de privilegio: en Miraflores, ordenó sustituir el busto de Rómulo Gallegos (¿un civil en palacio?, ¡válgame Dios!) con el del compadre traicionado—. Quizá ya no se estilen siembras en los patios y jardines escolares, alegóricos al Araguaney, árbol nacional de Venezuela desde el 29 de mayo de 1948, cuyas espléndidas floraciones amarillas justifican la mayúscula, y en lugar de voces blancas cantando Al árbol debemos solícito amor/ jamás olvidemos que es obra de Dios, se escuchen desafinados vítores al santón barinés; empero, sí continuará, en el Arco Minero del Orinoco la destrucción de la biodiversidad, atroz ecocidio perpetrado con la vista gorda, si no  complicidad de militar abocados al rebusque, cual recomendó el titular de defensa. Y aunque los daños ambientales derivados de la fiebre del oro pueden ser (o son) irreversibles, a quienes deben velar por la conservación del ambiente les importa un carajo tal depredación, pues viven en el presente anclados en el pasado, y para ellos el futuro es una dimensión temporal desconocida. De allí el retraso sine die de al menos 242 obras que ha servido para el despilfarro y apropiación indebida de más de  316.000 millones de dólares, cifra equivalente a 7 veces el producto interno bruto de hace 2 años (316.023.985.748), de acuerdo con estimaciones de consultores privados.

Ya hace algunos años escribimos: «La morosidad como fundamento de la gerencia pública podría ser tema de estudio por parte de especialistas en derecho administrativo, pero en lo que a la cotidianeidad respecta, la lentitud en las ejecutorias gubernamentales es una manera irresponsable de derrochar el tiempo, una forma de dispendio y malversación de un capital virtual, pero invalorable, pues una vez malgastado es imposible su recuperación. Y es que para el régimen el corto plazo, el aquí y ahora sólo existen cuando se aproximan alguna elección. Entonces la prisa, que ya se sabe es plebeya, y la improvisación se conjugan para poner de relieve la chapucería socialista del siglo XXI: viviendas que se derrumban antes de ser habitadas, puentes que se vienen abajo antes de ser inaugurados, vías que se hunden antes de que nadie haya transitado por ellas y un largo etcétera de chambonadas con las que se pretenden ocultar las promesas incumplidas y vender una imagen de eficacia que está a años luz de la realidad. Al cortoplacismo electorero se yuxtapone el largo plazo característico de las utopías. Los grandes proyectos y realizaciones son para las décadas, si no, los siglos por venir. Por eso no pasan de la primera piedra».

Al régimen el tiempo poco o nada le importa. Lo demuestra a diario Maduro con su incesante encadenamiento, fungiendo de big brother e invadiendo de manera persistente el espectro televisual con una narrativa que no podemos llamar vacía porque, como afirmó Rafael Cadenas, «llamar vacío su discurso ofende al vacío». El tiempo, pues, al igual que muchas empresas ahora improductivas nos ha sido expropiado. Durante casi un cuarto de siglo la vida ha sido color de hormigas y el tiempo pasó esperando.


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