A Juan Carlos Rey, in memoriam

Cuando Miranda pisa tierra norteamericana en abril de 1783 encuentra un país en plena ebullición. Primera nación moderna, intentaba demostrar que era posible construir una nueva república en un vasto territorio, siempre creciente, donde los seres humanos podrían desarrollar su vida en democracia y libertad. Vislumbra nuestro precursor un pueblo laborioso, que discutía sus asuntos comunes con pasión y sin complejos, unido por lo que Tocqueville llamaría la igualdad de condiciones, que tanto impresionó a Miranda, en contraste con su procedencia, una sociedad rígidamente estratificada en castas, como lo era la Venezuela colonial.

No obstante, la nueva nación no tenía claro, o más bien no había consenso en la sociedad, sobre cuál sería su definitiva forma política. Entre el año de su independencia (1776) y el año de aprobación de la Constitución (1787), la nueva nación debatió esa forma, dado lo inviable que se había tornado la forma primigenia adoptada, los Artículos de la Confederación, y la conveniencia de construir una más sólida y duradera. Preocupaba la inestabilidad creada por lo que hoy llamaríamos el asambleísmo, identificado con el protagonismo que sin norte ni concierto estaban asumiendo las asambleas legislativas de los trece estados originales de la Confederación. La angustia por el futuro posible  era de tal magnitud que algunos se interrogaban sobre la suerte  que correría la joven república, consecuencia de los peligros de una democracia populista que Jefferson alertó con sabiduría: “Un despotismo electivo no es el gobierno por el que luchamos.”

La revisión de los Artículos de la Confederación se resolvió en una Convención reunida en el caluroso verano de 1787 en  la ciudad de Filadelfia, concluida con la aprobación de la flamante Constitución que hoy, con sus veintisiete enmiendas, sigue rigiendo los destinos de la gran nación. No fue una tarea fácil, hubo intensos debates, y solo el patriotismo  que los unía en construir una estructura institucional sólida y duradera, permitió llegar a la meta anhelada. Aunque la elaboración de la Constitución fue una tarea colectiva, destacó por la fortaleza de sus argumentos el joven representante de Virginia, James Madison, llamado desde entonces y con justa razón “el padre de la Constitución”. Pienso que no  se imaginaron los “framers”, autores de la Constitución, que esta  tendría tan larga vida, pues en efecto regiría, sin solución  de continuidad,  desde la original sociedad rural de los años fundadores, a la sociedad posindustrial (o como usted quiera llamarla, amigo lector) que hoy conocemos, cercanos a los 250 años de su  vigencia, todo un récord del constitucionalismo moderno.

Madison recogió en las siguientes palabras, tantas veces citadas, el destino ideal de la Constitución: “Al forjar un sistema que deseamos perdure durante siglos, no debemos perder de vista los cambios que en esos siglos se producirán”.  Y uno de esos cambios que a gritos pide nuestro tiempo  es la sustitución del Colegio Electoral por un sistema más democrático y acorde con las realidades que afronta en la actualidad la gran nación. En efecto, el Colegio Electoral fue producto de una decisión apresurada de los “framers”, pues trancado el juego entre las alternativas de una elección del presidente por parte del Congreso y una elección popular, recurrieron a la decisión de las legislaturas de los estados, que así determinarían el modo en que los electores del presidente  debían elegirse. Escapa al propósito de este artículo analizar el peculiar transitar histórico del Colegio Electoral (que estudia Robert Dahl en un estupendo libro, ¿Es democrática la Constitución de Estados Unidos?) , pues nuestra pretensión se contenta con hacer énfasis en lo anacrónico en que ha devenido la institución, y cómo el paso del tiempo comienza a demostrar lo peligroso de su mantenimiento. Lo primero que salta a la vista es la brecha profunda que se abre entre el voto popular y el voto electoral. Cuatro elecciones presidenciales han mostrado esta anomalía, que solo la prudencia de la clase política y los básicos acuerdos de respeto  a la Constitución han podido sortear. Otro factor de distorsión de la voluntad popular está en que el ganador se lleva consigo todos los votos electorales  del estado, dejando en absoluta insignificancia  a las minorías, al negárseles cualquier posibilidad de representación. En suma, surge la inevitable pregunta, ¿cómo queda entonces el sagrado principio democrático del gobierno de la mayoría?

La desvirtuación del principio democrático por parte del anacrónico Colegio Electoral ha llevado a mentes lúcidas, entre las cuales es justo citar al expresidente Jimmy Carter, intentar hacer honor a las palabras citadas de Madison, y presentar alternativas perfectamente viables, a través de la aprobación de una enmienda constitucional. Una podría ser la elección universal, directa y secreta del presidente , como en la inmensa mayoría de las actuales democracias presidencialistas del mundo, o un sistema de representación proporcional  por medio del cual se garantice en cada uno de los estados precisamente la proporción entre los votos electorales y los votos  populares obtenidos  por los candidatos en la elección presidencial,  en la conformación del Colegio Electoral, un procedimiento a todas luces más equitativo y democrático que el actual.

Estados Unidos es una nación democrática y libre, ligada indisolublemente a nuestro destino político. La dura experiencia que hoy transita , y que se expresa en una conflictiva polarización que era de preverse, dada  la peculiar personalidad de su actual presidente, y afortunadamente candidato perdedor a  la reelección, Donald Trump, un hombre de naturaleza controversial y contradictoria, un populista con tendencias autoritarias, que en su actuación ha puesto al límite los principios y valores de la Constitución, confiamos  que lleve a sus dirigentes más responsables, de uno y otro partido, a resolver definitivamente lo que hasta ahora siempre sus antecesores, por una u otra razón, se han negado a llevar a cabo: de una vez por todas  echar al basurero de la historia la vetusta figura del Colegio Electoral, por lo menos tal como lo conocemos, todavía vigente al día de hoy.


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