Sin importar nuestras creencias de fe, los milagros –hechos no explicables por las leyes naturales y que se atribuyen a intervención sobrenatural de origen divino– han formado parte de la cultura de la humanidad desde hace mucho tiempo atrás.  No obstante, a medida que nos adentramos en el siglo XXI, la tecnología nos ha convertido en verdaderos “santos de los milagros”. Desde consultar un médico desde nuestros teléfonos, hasta hacer ver a los ciegos e incluso caminar a un minusválido, la tecnología ha expandido nuestra capacidad de hacer “milagros” y parece no tener límites.

Este “superpoder divino” ha escalado en la mente de muchos políticos y científicos del mundo hasta al punto de creer tener la habilidad, en teoría, de poder dividir los mares, convertir el agua en vino y más específicamente en poder controlar el clima del planeta, a este último lo han llamado Geoingeniería. Desde hace algunas décadas, los científicos hemos venido alertando sobre el cambio climático y aunque efectivamente es un tema que tiene miles de aristas con cientos de detractores, lo que no admite discusión es el hecho que la emisión de gases de efecto invernadero, como el CO2, se han convertido en un verdadero dolor de cabeza para el medio ambiente y para todo aquel que habite este planeta.

A pesar de los esfuerzos en reducir las emisiones de CO2 por parte de los países firmantes del Acuerdo de París, existen grandes recelos si realmente podamos transitar de manera rápida y eficiente hacia una nueva era sin combustibles fósiles en el futuro cercano y poder así cumplir uno de los acuerdos más importantes: “mantener el aumento de la temperatura media mundial muy por debajo de 2 °C con respecto a los niveles preindustriales”.

La falta de confianza en las políticas propias de cada país es lo que ha despertado nuevamente la vieja idea de la geoingeniería, que, aunque primeramente fue concebida como una tecnología de guerra, hoy es más bien vista como un milagro tecnológico, una “póliza de seguro” que pudiera frenar el calentamiento global, mas no las emisiones de CO2.

Milagros desesperados

Desde mediados de los sesenta, la geoingeniería ha venido cobrando espacios en las pizarras de algunos científicos y escritorios de muchos políticos, como una herramienta para frenar el calentamiento global. Entre las ideas más exóticas destacan, desde apantallar la radiación solar para compensar el calentamiento global, es decir, colocar una sombrilla espacial capaz de reflejar la radiación proveniente del sol hacia el espacio. A otras ideas menos hollywoodenses que han discutido la posibilidad de dispersar partículas microscópicas en la estratosfera. Esta última idea ha sido probada de manera natural durante 1991 cuando en la erupción del Monte Pinatubo se liberaron más de 20 millones de toneladas de dióxido de azufre, las cuales ayudaron a reducir las temperaturas globales en 0,5 °C  en los siguientes dos años. Algunos científicos han propuesto desde quemar azufre en la estratosfera, esparcir carbonato de calcio y hasta incorporar sal común en los niveles bajos de la troposfera con la finalidad de evitar el paso de la radiación hacia la Tierra.

Representación de una sombrilla espacial para frenar la radiación incidente en la Tierra. Fuente: BBV OpenMind.

Evidentemente, propuestas tan radicales requieren extensos y profundos estudios para garantizar que no sea “peor el remedio que la enfermedad”, es decir, que la modificación intencional del clima no engendre de por sí consecuencias peores que aquellas que intentamos combatir. Por ello, la ingeniería climática o geoingeniería ha sido y será una disciplina controvertida que tiene un fin paliativo, ya que la única y verdadera solución al cambio climático requiere dejar atrás los combustibles fósiles, cosa que está lejos de suceder.

 


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