A propósito del mes donde se destila amor, mientras simultáneamente se confrontan los corazones con realidades, añoranzas y una que otra frustración, leí un pasaje que me inspiró en sobremanera, embebida en remembranzas de un chiste personal. El verso no es más que un ruego por atención a los clamores escondidos en los suspiros de alguien que sufre, por alguna razón. Esto, sin duda, fungió como un portaaviones para atrevidos pensamientos, no en una concepción inapropiada de sus contenidos, sino como hojillas que cuidadosamente afiladas son capaces de penetrar con gran finura sin permitir el sangrar excesivo del alma.

Cavilar en el contenido real de un suspiro, más allá del amor romántico deseado, a lo que usualmente se asocia, me permito divisar un cúmulo de nudos en la garganta que nunca fueron engullidos para digestión o vomitados para liberación. Me percaté de que son sutiles y en ocasiones suelen lucirse como perlas invisibles o piedras preciosas sin pulir. Refiero mis palabras a aquellos contenidos de respiros profundos, sonoros y lentos, que se exponen casi sin notarlo por quien los exhala, pero son muy reales para quien los ve con cierta proximidad. Es probable que dicho espectador no diga nada y solo observe, o pregunte con timidez el contenido de los pensamientos en tal momento. Sin embargo, con o sin público, un suspiro siempre posee una maleta bien sea de mano o tan pesada como para requerir algunas ruedas.

Encontrar las referencias escondidas tras quien pide atención al clamor de sus suspiros, estremece mi corazón, ya que un clamor es algo que se vocifera con gran pasión, aquello que embarga el corazón y cobra intereses al tiempo; suele tener carácter incesante, y cuando se expresa a través de un suspiro, es porque cualquier otro medio de exclamación ya ha sido agotado con gran celeridad. Quien tiene un suspiro así, le falta todo al respecto de su petición, y esbozó cada aspecto de su justicia en un alegato al cielo. Como hemos de ignorar tal energía reprimida, debe ser erupcionada como fumarolas de vapor envenenado de azufre, que sirve de recordatorio, casi vivo, del volcán que yace inerme bajo la corteza terrestre.

Pensaba con indiscreción en oraciones de padres por sus hijos, anhelos de seguridad, despedidas no resueltas y montañas de injusticias que suelen enmudecer corazones y amalgamar temores. Recordaba momentos de severidad mientras encubría mis parpados cerrados, tras zonas distales de mis extremidades superiores, solo para no ver lo que no se percibe con ojos naturales. Acallé mi mente en una única pregunta: ¿Qué es lo que provoca el silencio del regente de los cielos? ¿Será la necesidad de comprensión de soberanía y eternidad de los exploradores terrestres, o la reciprocidad anémica de un espíritu que solo aprendió a lactar? Difícil de responder, puesto que en cada mesa de noche hay peticiones no vocalizadas, pero si expelidas en un suspirar.

No pretendo filosofar o titubear frente a la voluntad del Supremo, pero sin dudas, propondré un tipo de respuesta a todo suspiro que inadvertidamente pretenda escapar escurridizo, la cual es el guardar silencio. Callar, mientras se pone atención, es una respuesta bastante respetuosa por lo que se conoce, y lo que no, presenta cierto grado de vulnerabilidad al no tener una aportación circunstancial; y abre paso al meditar o sopesar el momento, lo que sin duda es uno de los ejercicios de mayor disciplina que se puede procurar en la vida.

En algún momento seremos quienes debamos guardar palabras entre la boca y la laringe para lucir ciertos nudos como cuentas de perlas; pero en otros momentos deberemos acallar las voces de terceros, suprimiéndoles la oportunidad de expresarse. Empero, en cualquiera de los casos nuestro cuerpo siempre sabrá cómo suspirar para clamar lo que ya no es factible parlar, en ese momento solo el cielo y tu corazón expectante entenderán. Un día, más temprano que tarde, la mesa se servirá y quienes angustiaron tus días deberán represar sus aguas amargas, reciclándolas para sí y su propia fuente.

@alelinssey20


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