La semana pasada tuvimos noticia de uno más de esos tristes episodios que confirman lo que podemos llamar sin remordimiento: el cínico automatismo de las izquierdas. Nada que nos sea ajeno del todo, pero que cada vez que ocurre, nos genera impotencia e indignación.

Ahora resulta que un día después del pasado 24 de marzo, ocasión en la que el gobierno de Alberto Fernández anunciaba a los cuatro vientos el retiro de Argentina del Grupo de Lima, su representación diplomática en La Haya procedía, muy diligentemente, al envío de un oficio a la  Corte Penal Internacional, dando a conocer el deslinde de las nuevas autoridades kirchneristas de la demanda adelantada ante esa instancia jurídica, en septiembre de 2018, por Canadá, Colombia, Chile, Perú, Paraguay y Argentina (bajo la administración de Mauricio Macri), sobre la investigación de los crímenes de lesa humanidad cometidos por el régimen de Nicolás Maduro.

Una decisión que pareciera sonar muy lógica: Me retiro del Grupo de Lima, ergo, no tengo nada que ver con la odiosa solicitud de una investigación en contra de mi aliado ideológico.

Si bien esta noticia trascendió apenas el pasado miércoles 26 de mayo, para nadie es un secreto el gran esfuerzo, por lo demás infructuoso, que ha venido haciendo Alberto Fernández desde su llegada a la presidencia de Argentina en diciembre de 2019, de aparentar no estar ni tan cerca del santo para que le pueda quemar, ni tan lejos para que no le haga milagros. Esta revelación representa un golpe más para la causa democrática y de la defensa de los derechos humanos en Venezuela. Una burla para las tantas víctimas venezolanas cuya tragedia ha sido bien documentada por innumerables fuentes calificadas, particularmente de Naciones Unidas.

Es en esta comprometida circunstancia donde caben los señalamientos de Elisa Trota Gamus, representante de Juan Guaidó en Argentina: “Ponerse del lado del opresor, ni contribuye a recobrar la democracia, la paz y la libertad en Venezuela, ni mucho menos enarbola las banderas de la justicia. Un demócrata debe, siempre, poner la defensa de los derechos humanos antes que su ideología”.

No hay dudas de que el actual presidente argentino simboliza la cínica postura de amplios sectores de la izquierda global retrógrada y cómplice ante tragedias como la venezolana. En unas declaraciones de mediados del mes de mayo, Alberto Fernández aseveró con el mayor descaro: “Lo digo con mucha franqueza: muchos de la izquierda me criticaron porque apoyé el informe de Michelle Bachelet cuando marcó acciones del gobierno venezolano que atentaban contra los derechos humanos (…) y ese problema, poco a poco en Venezuela fue desapareciendo”.

Estas declaraciones del presidente Fernández, así como su renuncia a la demanda que interpusiera su predecesor en contra del régimen de Maduro ante la Corte Penal Internacional de La Haya, son parte de un proceso de reajuste de la política exterior argentina, y con ello, de una reconfiguración de sus alianzas estratégicas con sus pares ideológicos de izquierda. Muestran, además, los efectos perversos de la extraordinaria presión que poco a poco ha venido ejerciendo la dictadura bolivariana sobre su par argentino, y que a su vez acompaña el objetivo, poco probable, de ir desmantelando el nefasto expediente que incrimina a Nicolás Maduro y otros altos funcionarios en la comisión de crímenes de lesa humanidad.

Todos recordamos cómo a principios de octubre de 2020, el gobierno del señor Alberto Fernández sumó su voto favorable a una resolución del Consejo de Derechos Humanos de la ONU en Ginebra, en la que se aprueba el contenido de un informe de la alta comisionada, Michelle Bachelet, que, entre muchos otros aspectos, alerta sobre la grave violación de los derechos humanos bajo el régimen de Nicolás Maduro. En esa ocasión, el presidente argentino se debatía entre la disyuntiva de votar a favor de la causa de los derechos humanos y abstenerse o negarse al texto de una resolución que perjudicaba a su aliado ideológico. Se pudo conocer, incluso, que unos días antes de la votación se produjo un encuentro virtual entre Fernández y la alta comisionada para los Derechos Humanos que, según, incidió en la decisión del voto favorable de Argentina.

De alguna manera el presidente Fernández descargaba la presión y críticas a las que estuvo sometido luego de un episodio registrado, días antes, en el marco de una reunión del Consejo Permanente de la OEA, en la que el delegado permanente de Argentina, Carlos Raimundi, rechazó el referido informe de Michelle Bachelet, asegurando, entre otras cosas, que había “…una visión sesgada de la violación de los derechos humanos en muchos países”, y considerando que el gobierno de Maduro estaba bajo una arbitraria presión internacional.

Lo cierto es que presiones por aquí, presiones por allá, al presidente Fernández no le quedó otra mejor opción que hacer olvidar los titulares que habían destacado las imprudencias de su representante ante la OEA. En un comunicado emitido por la Casa Rosada previo a la votación, el gobierno argentino adelantaba su explicación de voto al señalar que valoraría y apoyaría con fuerza el trabajo realizado por la alta comisionada de las Naciones Unidas, Michelle Bachelet, y que instaría al “gobierno” de Maduro a cooperar plenamente con el Consejo de Derechos Humanos y todos sus mecanismos, y a implementar íntegramente las recomendaciones hechas por la alta comisionada en sus informes.

En fin, el comunicado de la casa de gobierno puntualizaba categóricamente que Argentina “mantendrá su liderazgo en la defensa global de los derechos humanos y sostendrá los principios de paz y resolución política de la crisis venezolana”.

Hablamos de un postulado que hoy día contrasta con el retiro de las autoridades de ese país de la demanda presentada en la Corte Penal Internacional por los crímenes de lesa humanidad cometidos bajo el régimen de Nicolás Maduro. Una renuncia, pues, a la tradición histórica argentina de denuncia y condena a las violaciones de derechos humanos en todas partes del mundo. En esencia, el cínico automatismo del bloque de la izquierda y del autoritarismo internacional que privilegia las alianzas políticas por encima de la defensa de los derechos humanos.

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