Avatar: The Way of Water

Avatar 2 amplía la investigación técnica y cinemática de la película original, narrando el camino de su héroe clónico y replicante bajo el agua.

La primera era una inmersión en el mundo líquido del poscine, recapturando la magia estroboscópica de un parque temático en forma de pecera 3D.

La segunda magnifica aquella metáfora haciendo literal la experiencia de sumergir al espectador en el ecosistema viviente de un acuario psicodélico, de un océano surreal donde las capas de la realidad y la ciencia ficción se superponen, como en la composición de una pintura mutante de colores fosforescentes, curtidos por el sol y la arena.

En tal sentido, puede encontrarse una línea de investigación artística, que va de los primeros impresionistas y que culmina hoy con Avatar 2, amén de sus referencias al panteísmo de un Terrence Malick o de un Peter Weir, al reino artificial de un kistch elevado, al universo multimedia de un santuario de la cultura new age.

Formalmente, el filme sintetiza una rica paleta de capas y texturas digitales, prestas a una larga interpretación semiótica. No abundan, por desgracia, películas así de delirantes y desatadas en el diseño audiovisual de sus imágenes pregnantes.

Desde ahí, Avatar 2 se gana cada uno de sus puntos, revalidando el espectáculo de presenciar una cinta en una sala oscura, el verdadero subtexto del largometraje, en un año de mucha declaración de amor por el séptimo arte, tal como lo entendieron los clásicos y modernos, tras la pandemia.

Por ende, Cameron compagina con los postulados de sus colegas en la temporada de premios, como Spielberg y Mendes, quienes apuestan por recuperar la ilusión del cine, cuando lo vuelven a dar por muerto, a causa del covid y el streaming.

En efecto, se trata de la misma cruzada que desarrollan títulos como Top Gun Maverick, no por casualidad ubicado en el top de la taquilla.

De modo que cada boleto que suma Avatar 2 es un triunfo ante un mercado y un medio que se le resiste desde el escepticismo de las redes sociales.

Como un blockbuster de antaño, la secuela de Cameron ha ido demostrándole a los falsos teóricos de conspiración y a los haters del cine, que no solo la gente sigue pagando para divertirse en un evento, sino que el experimento arriesgado del director continúa vigente, pasada una década, sin sufrir por la competencia de Netflix y el ascenso del género del súper.

Dato no menor, parte de la recaudación procede del éxito que se cosechó en Asia, con la primera versión, redoblando su lectura de una aventura potable, apta para todo público.

En tal sentido, si la gesta merece elogios por sus virtudes estéticas e industriales, de cara a un box office mellado, también recibe críticas de toda índole, por la reiteración temática en guion y arquetipos familiares, por el estiramiento del relato, por efecto de una cierta redundancia y déjà vu, por su polémico buen salvajismo que reconfigura los tropos binarios y polarizantes que han logrado que su autor sea considerado como una suerte de agente del progresismo y sus causas verdes en el seno de la meca, dando lugar a otro típico ejercicio de la mea culpa de una superproducción con sentido de la responsabilidad ambiental.

De seguro, es el contenido lo que brinda más espacio a la disensión, la controversia y el debate, lo cual invita a un foro adicional o a que el texto se ramifique en diversas interpretaciones, algunas más sesgadas que otras.

Por mi lado, confieso prescindir de tanta interferencia ideológica, para concentrarme en sus moralejas y en sus atinados mensajes de preservación del universo.

Con Malena me ha sorprendido la adaptación de Moby Dick, en medio de Avatar 2, que resulta en su más increíble homenaje. De resto, siento gusto y placer en referenciar las citas y los guiños que hace el autor a su obra: Terminator, Titanic, El abismo y la propia Avatar.

Considero objetable el subrayado del lenguaje animal de las ballenas con subtítulos. Una concesión infantil innecesaria. Aprecio que Cameron se la siga jugando por sus outsiders del star system.

Por último, celebro la locura física y trepidante que solo un genio como Cameron y los de su generación saben fabricar.

De ahí que se sitúe en mi top del año, independientemente de que su paseo ofrezca altibajos ante la consistencia del arco de la fuente primaria de inspiración.


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