Para nadie es un secreto, ni dentro ni fuera de Venezuela, que la llamada oposición venezolana ha estado fracturada desde el asalto al poder por el chavismo, por dos grandes factores: el que continúa la trayectoria del viejo poder partidista, relativamente emparentado con el régimen por su composición socialdemocrática –AD, el MAS, ABP, Copei y los independientes de fuerte influencia marxista, dominante en los medios opositores– y la emergente nueva oposición de sesgo liberal, antisocialista y democrático, representada particularmente por María Corina Machado y los sectores académicos, mediáticos y políticos que propugnan un giro de 180 grados en la vocación política de las mayorías anti dictatoriales. Y para la cual salir de la dictadura supone mucho más que un cambio de personajes: supone un cambio de régimen, un cambio de estrategias. La crisis que afecta a Venezuela es, así, una clásica crisis orgánica, según la definición de Antonio Gramsci:  lo viejo no termina por morir ni lo nuevo por nacer.

El intento por fracturar la supuesta unanimidad opositora y desgajarse de toda vinculación con la clase política dominante durante la llamada Cuarta República, alcanzó un primer logro, de histórica importancia, con la constitución de la llamada Salida: la reunión de los factores representados por María Corina Machado, Antonio Ledezma, Diego Arria y Leopoldo López. Llevados al convencimiento de unirse por el fragor de las luchas callejeras adelantadas durante el año 2014. Era mucho más que un mero reagrupamiento político en función de objetivos de corto y mediano plazo. Era el más serio intento estratégico implementado hasta la fecha, para darle un giro a la trayectoria política del país, desgajándolo de su tradición populista, estatista y partidista. Era abrir la sociedad venezolana a las nuevas corrientes de la modernización política. Era fracturar la vieja dirigencia y darles el protagonismo a las nuevas fuerzas sociales emergentes. Era abrirse al futuro.

Si bien su centro de articulación lo constituía el esfuerzo por enfrentar a la dictadura y salir de ella, su propósito mayor apuntaba a la conquista del Poder para llevar a cabo una verdadera revolución de las estructuras sociopolíticas y la ideología socialista dominante en la llamada Hegemonía: ni estatismo, ni populismo, ni dominio partidista, sino desarrollo y fortalecimiento de la sociedad civil y predominio de las tendencias social liberales de la naciente Venezuela contemporánea.

El año 2014 fue un año crucial para el desarrollo de este proyecto estratégico: el año de la Salida. Y el mes de abril, el de la circunstancia definitoria. Fue en cambio y muy por el contrario, el año de su fracaso. Precisamente, cuando más urgía la unidad inquebrantable de sus fuerzas matrices, Leopoldo López decidió, como ha solido comportarse en su práctica política habitual, “jugar adelantado”, romper unilateralmente todos los acuerdos y las conversaciones adelantadas y postular su propio proyecto de poder, aferrándose a su vocación socialdemócrata y buscando, más que una alianza privilegiada con Acción Democrática, su principal contendor, simple y sencillamente su desplazamiento y erradicación del escenario político nacional. De allí el natural y consiguiente repudio que encontrara en los factores dirigentes de AD. Leopoldo López, más que un factor unitario, ha sido y seguramente seguirá siendo el factor de la discordia.

Más sorprendente que la evidente traición de Leopoldo López a La Salida y su decisión de apostar al asalto del poder en términos estrictamente individuales, personalistas, lo que condenaba al fracaso todo esfuerzo por la redemocratización del país a cambio de poner a uno de sus hombres –Juan Guaidó– en el llamado interinato, fue la renuncia de los restantes dirigentes de La Salida –María Corina Machado, Antonio Ledezma y Diego Arria– a enfrentársele e imponerle una estrategia común, propia de La Salida. Antes, por el contrario, impusieron el acatamiento al artículo 233 constitucional y facilitar así el automático nombramiento del funcionario de Leopoldo López, Juan Guaidó, presidente de la directiva de la Asamblea Nacional, al frente del llamado gobierno interino. En la estricta realidad de los hechos, el chantaje unitarista fue más impositivo y determinante que las propias estrategias de poder.

Muchos fuimos conscientes de la traición del manejo personalista de López y del grave error que suponía cederle el gobierno interino, ante la manifiesta y evidente incapacidad política e intelectual del funcionario que recibiría el interinato por una suerte de carambola. Y de quien era vox populi que “no tenía nada en el coco”. Por supuesto que había alternativas mejores en la circunstancia, comenzando por un gobierno de transición presidido por algunas de nuestras figuras que hacían vida en el exilio. Mezquindades propias de una dirigencia opositora sin vocación de grandeza prefirieron tener al personaje bajo el control de las circunstancias nacionales. No les sirvió de nada.

No hay una sola ejecutoria ni razón de alta política que recomiende mantener a Juan Guaidó al frente del interinato. Si no hizo absolutamente nada en su año de supuesto gobierno, no sé de dónde sacan sus promotores la necesidad de mantenerlo a cargo de la presidencia interina. Considero, muy por el contrario, que salir de Guaidó a la mayor brevedad es la medida más oportuna y conveniente de esta circunstancia. Reabriría el juego político y actualizaría la necesidad de un profundo reordenamiento de los factores opositores. Sin oportunismo ni juegos personalistas.


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