Popov fue el último buen payaso que conocí. Le decían el Chaplin ruso y era una de las estrellas del circo soviético. Tenía tanta magia, tanta imantación y tanto poder de encantamiento que era capaz de adiestrar gallinas e incluirlas como compañeras de escena en sus cómicas rutinas, o de hacer sobrevivir a un muerto ¡Ah, Oleg Popov, el payaso del sol, el poeta del circo! ¡Cuántas alegrías prodigadas por todo el mundo!

Los funcionarios soviéticos, expertos añosos en burocracia y demagogia, sabían de su poder de encantación y lo nombraron artista del pueblo y payaso oficial. Para mantenerlo lejos de cualquier posibilidad de alboroto local o de hacer y deshacer algarabías o hablar en jerigonzas de alebrestado en su propio patio, le mandaban de gira, bien lejos, a la apartada Australia o a la inexacta Escandinopla para que hasta allá fuera a alborotar a otros y a alegrarles la vida hasta a los canguros.

Un buen payaso no se consigue hoy día fácilmente, no. Es difícil encontrar a uno que conserve la gracia de esos payasos de antes. Aquellos que heredaron su magia de Tespis, de Aristófanes, de Plauto y Terencio, de la comedia italiana, de esos cómicos españoles de la legua que improvisaban, maravillaban y hacían brillar a cada pueblo donde detenían su carromato para hacer funciones al escampado con el público ahí, como hormiguero de huesito, riendo a carcajadas.

Como Popov con su circo, al llegar a algún lugar, aquellos cómicos se daban a recorrer el pueblo durante el día para conocer su naturaleza, recabar información caliente del lugar y revertirlo en humoradas por la tardenoche, allí, a la libre, donde habían montado su carpa. Tenían que hacerlo muy bien, a riesgo de no comer o con el peligro de que les echaran del villorrio.

Con sus particularidades propias, pero muy parecidamente, Popov y su troupe también hacían sus funciones, pasaban la gorra, recogían sus monedas y se iban a la taberna en el último tiro del pueblo donde vivían las rameras y tenían hasta un piano, para comer, para tomar y celebrar la vida durante muchas horas y hasta la última nota de cristal. Si el ambiente era propicio y la gente receptiva, entonces improvisaban, con gracia de joyero, una nueva representación in situ y allí sacaban con pimienta y sal gruesa lo que se habían dejado en el saco por íntimo o por peligroso.

Perucho estaba allí y también se rió bastante con las guasas que le dedicaron los payasos al alcalde del pueblo. Un señorón que había venido haciendo trampas, matando personas adversas a “su causa” (¿?), cazando animales ajenos, deforestando bosques, decomisando terrenos, expropiando casas, edificios, terrenos y dejando todo aquello vuelto un peladero. Con chacotas y diversas formas de parodia hicieron ver al alcalde como el perfecto burro hijo de furcia que era. Por supuesto, Perucho fue a contárselo todo al alcalde. Perucho se moría por ser, aunque fuera, portero de la alcaldía y, como se acercaban las votaciones, se le ocurrió que aquel chisme le haría ganar las elecciones para cargo público y sacar de allí a esa señora esposa del alcalde que llevaba años en el puesto de la puerta y que, a sus ojos, era una especie de urraca parlanchina.

La vez que conocí a Popov, se presentaban precisamente allí en ese pueblito de la provincia, donde se estaba pasando mucha hambre y mucha penuria. Hasta allí habían enviado al circo desde Moscú y con escala previa en una isla de cuyo nombre no puedo acordarme. Hasta allí llegó el circo con todo su elenco y su corral de gallinas pacientemente amaestradas durante años por Popov. La entrada era libre y allí entró hasta el perro de la plaza. Todo el mundo disfrutó de aquello y salió soñando, delirando con aquellos saltimbanquis, con los maromeros, con las hermosas acróbatas y las esbeltas bailarinas, con aquellos payasos fabulosos y aquellas gallinas memorables.

Pasó la función, la gente se marchó a dormir a pierna suelta y con el alma ligera. La risa les había mitigado el hambre. Llegó la madrugada y no se oía ni el sonido de un zancudo. Un viento suave movía las ramas de los árboles generando susurros acompasados con el ulular de los búhos. La noche fue tan bella… todo era silencio y calma deleitada con el fulgor de las estrellas… La luna iluminaba las calles solitarias de aquel villorrio perdido en el confín del mundo, de aquel hermoso pueblo miserable, como se jactaba Perucho al decirlo. Rosas y jazmines perfumaban hasta el corral de las gallinas.

Había allí en ese corral del circo cuarenta gallinas gordas y amaestradas. Perucho las había contado una por una, mientras se le hacía agua la boca. Como toda la gente de su pueblo, tenía tanta hambre que imaginaba telarañas en el orto. Experto en asuntos de crianza de aves de corral, sabía cómo podía hacer salir a las gallinas sin que hicieran ruido y así lo hizo. Las gallinas fueron saliendo de su corral y Perucho las metió en un gran cajón preparado para el robo y lo subió a una parihuela, dos varas gruesas con una tabla amarrada en el medio. Como el cajón había quedado tan pesado y Perucho no llevaba ni ruedas ni acompañante, la carga se le iba para atrás y tuvo que ir arrastrando la dichosa parihuela sobre las puntas traseras. Caminaba de trecho en trecho para no hacer mucho ruido y así las gallinas se acostumbraran al movimiento.

Alcanzó a llegar al viejo matadero, lleno de polvo y manchas de sangre coagulada. Para no hacer bulla torciéndoles el pescuezo, fue soplando por el pico a cada una de las gallinas, una por una. Así, además, era más fácil desplumarlas. Las peló y las metió en una gran olla de agua hirviendo con un puño de sal y allí fue sumando ingredientes salvajes que fue encontrando por entre los montes hasta preparar un enorme y delicioso sancocho de gallinas robadas.

A la mañana siguiente, Popov fue a darle de comer a sus gallinas amaestradas y se encontró con que el corral estaba vacío. Asombrado, comenzó a dar gritos de desesperación. Había pasado muchos años amaestrando a sus gallinas del circo. Despertó a toda su compañía, quienes también se exaltaron con aquel alboroto de Popov. Los gritos llegaron hasta el otro extremo del pueblo donde quedaba el viejo matadero y al que habían ido desfilando vecinas y vecinos con sus platos y sus cucharas para comer un matutino sancocho de gallinas amaestradas.

No quedó ni una sola gallina viva. Por supuesto, más nunca volvieron a aquel villorrio. Popov se fue desolado junto a la gente de su circo, aunque fueron muchas las carcajadas que se escucharon por el camino mientras se alejaban en su carromato que no regresó a Moscú, sino que tomó el rumbo del exilio.

La travesura de Perucho le habían deparado algo de comida a sus personas queridas. Estaban repletos. Sin embargo, Perucho no ganó las elecciones y la señora del alcalde siguió en su sitio de portera hasta que su señor esposo murió al muy poco tiempo por el atracón de sancocho del que robó varias escudillas y a causa también de sus esfuerzos titánicos por perpetuarse en el poder.

Al final del relato, no quedó gallina ni para remedio y, pasados unos pocos días, el hambre prosiguió su camino, como Popov y sus payasos el suyo. Pasados unos días, la libertad también llegó para seguir sirviendo de alimento…


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