baduel

Hoy, 17 de octubre, se celebra el Día Internacional para la Erradicación de la Pobreza, ceremonial instaurado  «con miras a poner fin a la pobreza en todas sus formas y en todo el mundo» —el primero de los Objetivos de Desarrollo Sostenible pautados en la Declaración del Milenio (2002) por la Organización de las Naciones Unidas—, lo cual reclamaría centrar nuestra atención en la última Encuesta Nacional de Condiciones de Vida (Encovi), harto elocuente en materia de miseria y penuria extremas. También es hoy Día Mundial contra el Dolor — sensación de padecimiento en alguna parte del cuerpo, o «experiencia sensitiva y emocional desagradable, asociada a una lesión tisular real o potencial»—, conmemoración acordada en octubre de 2004 por la Organización Mundial de la Salud, la Asociación Internacional para el Estudio del Dolor y la Federación Europea del Dolor.  Su objetivo es «crear conciencia sobre la necesidad de encontrar urgente mejoría al sufrimiento de quienes padecen enfermedades dolorosas»; en otras palabras, hacer del alivio un derecho humano. Se trata del dolor físico, no del sentimiento provocado por un desengaño, un maltrato moral, la pérdida de un ser querido o el daño infligido a otros. Sobre tal tipo de tormento, en particular el concomitante a los abusos e iniquidades de la élite dominante, nos apetecía especular en estas líneas; asimismo, nos hubiese gustado divagar en torno a las cada vez más visibles costuras del interinato, pero el carrusel de los acontecimientos giró en sentido contrario a nuestras previsiones, deteniéndose donde menos lo esperábamos.

Aunque la muerte de los presos políticos no es excepcional en este país, y tiende a convertirse en pavorosa rutina, el sospechoso deceso del general en jefe Raúl Isaías Baduel, artífice de la restauración de Hugo Chávez en 2002,  encarcelado desde 2009, cuando el aspirante a la comandancia eterna y galáctica vislumbró en él  una amenaza  al modo de control y organización social incubado en La Habana —el 5 de diciembre de 2007, pasado a retiro, hizo pública su oposición al proyecto de reforma de la carta magna sometido a referéndum por su compadre, calificándole de «golpe de Estado constitucional—, y degradado en 2018 mediante ucase del metrobusero (r) nicolás maduro (¡respetad las minúsculas!), anunciado el martes  con la hipocresía de rigor por el cagaversitos del ministerio público. El deceso de esta nueva víctima del cautiverio rojo demanda una escrupulosa pesquisa —comenzando por una autopsia a manos de patólogos no afectos a la medicina bolivariana—  a cargo de organismos internaciones de probada solvencia. Así lo entendió la oficina del Alto Comisionado de Naciones Unidas para los Derechos Humanos, al exigir una indagación independiente sobre las causas del fallecimiento en prisión del exministro de defensa.

El  Protocolo de Minnesota (2016) establece una norma común de desempeño en la investigación de una muerte potencialmente ilícita y un conjunto común de principios y directrices para los Estados, las instituciones y las personas que participen en las averiguaciones,  y está orientado a evitar que los funcionarios incursos en crímenes de lesa humanidad puedan actuar o influir en ellas; no obstante, ¡y vaya casualidad!, Nicolás Maduro, disfrazado de comandante en jefe de la fuerza armada nacional, bolivariana y pretoriana, ordenó la conformación de una «comisión especial para la conmemoración de los 20 años de los hechos de abril de 2002», presidida por el ministro del poder popular para la defensa, vicepresidente sectorial de soberanía política, seguridad y Paz, y jefe de la gran misión abastecimiento soberano y seguro, Vladimir Padrino López —¡vaya duro y venga suave!—. Raúl Baduel fue el «héroe» de aquellas jornadas pomposamente bautizadas «resurrección cívico-militar del 13 y 14 de abril»; no obstante, ya se le borró de la historia, cual hicieron Stalin y Fidel con León Trotsky y Carlos Franqui.

La pandemia del coronavirus, sostuvimos desde la promulgación el decreto de estado de emergencia sanitaria, le permitió al régimen de facto darle otra vuelta a la tuerca de la opresión y, además, servirle de coartada al momento de justificar defunciones, como la aquí comentada, suscitadas probablemente por torturas, mala alimentación, desatención médica y otros mecanismos represivos. Pero Cruz María Zambrano, viuda de Baduel, no se comió el cuento de Tarek William Saab y negó su veracidad; el general, sostuvo con firmeza, no enfermó de covid. En su inocultable determinación de refutarla, el desaprensivo acusador público insultó a la inteligencia del venezolano y la tachó de mentirosa —todo ladrón juzga por su condición, reza el sabio refrán—, tratando de abortar cualquier revisión inherente a la décima visita de la Parca a las ergástulas chavomaduristas —la tercera de este año 2021—. A los familiares se les prohibió hablar del caso. Ya le sepultaron, y si no fue un simulacro (el entierro de un ataúd vacío), no debe extrañarnos una apresurada exhumación del cadáver a objeto de hacerlo desparecer e impedir exámenes post mortem. Si no lo incineraron fue, imagino, en razón de su   fervor religioso — «Por mis convicciones de fe cristiana y católica pretendo ser útil y para ello le pido a Dios que me dote de humildad, de paciencia y de sabiduría. Sin ánimos mesiánicos, siempre tengo presente que somos un instrumento de los designios de Dios», declaró a La Voz de Galicia en diciembre de 2007.

En su última Zona Fantasma (suplemento Babelia,  09/10/21), el  escritor Javier Marías, quien como Haruki Murakami, Margaret Atwood y otros consuetudinarios candidatos al premio Nobel de Literatura se quedó con los crespos hechos —según aforismo de François de La Rochefoucauld, «El mundo recompensa antes las apariencias de mérito que al mérito mismo»—, alude, en un contexto distinto al nuestro, a la palabra alemana «Schadenfreude» —alegría por el mal ajeno—, la cual, opina, «deberíamos tener en español por  la frecuencia con que se experimenta dicha alegría en nuestro país»: sin embargo, no solo en España se observa ese morboso y aberrante regocijo: en Venezuela estamos viendo cómo todos a una arremeten contra el interinato, especialmente por cierta opacidad e incompetencia en la gestión de la empresa Monómeros Colombo Venezolanos, S. A. Julio Borges, canciller de Juan Guaidó, enfiló sus baterías contra este, y nadie entiende por qué, si quiere ser coherente con su predicamento, no ha renunciado al cargo.

Algunos columnistas de este diario, consecuentes defensores del político guaireño, han comenzado a mostrar su descontento, hastío y desaliento frente a la errática deriva de su gobierno. Héctor Faúndez, para apelar a un solo ejemplo, escribió en torno al sonado affaire: «Tanto en el régimen como en la oposición, la ausencia de políticos capaces de ofrecer un proyecto de país, así como un liderazgo responsable para conseguirlo, nos hace añorar a quienes estuvieron al frente de la mal llamada cuarta república. Por desgracia, en la Venezuela de hoy echamos de menos — entre los que mandan desde el Fuerte Tiuna y entre los que pretenden dirigir a la oposición— políticos de la talla de Betancourt, Caldera, Carlos Andrés Pérez o Teodoro Petkoff. Hacen falta políticos con visión de Estado, capaces de tomar decisiones informadas y capaces de guardar silencio cuando la ignorancia los desborda». (“Políticos, científicos y tecnócratas”, El Nacional, octubre 8, 2021. Y el subrayado es mío, porsia.

No, no se necesiten políticos, sino estadistas. Aquellos, aseguraba el arquitecto de la unidad germana y figura cimera de la política europea en la segunda mitad del siglo XIX, Otto von Bismark —y alguna vez lo repitió Winston Churchill—, piensan en la próxima elección; estos, en la próxima generación. No estoy, con el acertado apotegma, pronunciándome contra los comicios en ciernes —aún no deshojo la margarita electoral, pero a lo mejor sigo los pasos del padre Ugalde y voto para protestar  e incentivar la unidad de la oposición y la movilización ciudadana—, sino poniendo de bulto el amateurismo y el diletantismo de dirigentes y partidos moldeados en los medios de comunicación y fuera de los tradicionales escenarios de la agitación y propaganda proselitistas: barrios, sindicatos, centros estudiantiles, asociaciones gremiales y vecinales. Asumir la jefatura de un gobierno paralelo fue una decisión audaz. Concitar el reconocimiento de más de 60 países, un éxito, quizá, el mayor del proyecto a punto de sucumbir, porque la realidad no es como quieren los quijotes.

En la película Il divo: La spettacolare vita di Giulio Andreotti (2008), Paolo Sorrentino compone un brillante y mordaz retrato del hombre público más influyente de la Italia de posguerra. Vale la pena verla y no pienso contarla aquí; la traje a colación porque en algún momento el 7 veces primer ministro dejó para la posteridad esta joya: «El poder desgasta a quien no lo tiene». El epigrama alcanzó tanta notoriedad como la sentencia de Giuseppe Tomasi di Lampedusa, «Se vogliamo che tutto rimanga come è, bisogna che tutto cambi» —Si queremos que todo siga como está, necesitamos que todo cambie—, puesta en boca de Tancredi Falconieri, sobrino del príncipe Salina, en El Gatopardo (1958).  No se necesita ser especialmente suspicaz para inferir porqué viene a cuento. A ojos vista está el deslustre de Guaidó y su equipo. Y aquí me apeo del tiovivo de los sucesos, un merry go round, cuyos sorpresivos cambios de velocidad nos impiden ver más allá de nuestras narices. Este cuento no ha terminado y cuando lo haga tal vez no seamos felices ni comamos perdices, pues poner punto final a la narrativa del dolor implica sangrar, sudar y llorar: a borbotones, a chorros y a moco tendido.


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