La diatriba sobre el tema comenzó cuando Marcos Rubio puso el dedo en la llaga. El parlamentario republicano mostró su honda preocupación y aseguró que Estados Unidos tiene bajo contante revisión la penetrante influencia que China intenta consolidar en el Caribe.

La “tentacularidad” china no es un tema nuevo ni su presencia creciente en América Latina tampoco. Desde Pekín no se oculta que los objetivos regionales de China llevan como finalidad asegurarse el acceso a materias primas y productos agrícolas, además de conseguir socios en el terreno de la tecnología. Tampoco se soslaya su propósito de incurrir en nuevas inversiones, en las cuales va acompañada de capital mayormente público, ni tampoco es secreta la buena pro de contratistas privados que le hacen la segunda en esta penetración bien planificada y mejor orquestada.

Pero una cosa es el destacado protagonismo chino en materia de transporte urbano en la capital de Colombia, el que acaba de materializarse en un contrato mil millonario para construir el metro de Bogotá, y otra es que a 55 millas náuticas de Estados Unidos, una empresa china basada en Hong Kong haya ya asignado 3.000 millones de dólares a la expansión del puerto de contenedores de aguas profundas en la isla de Gran Bahamas. Nada de esto está siendo armado en secreto, tampoco. El nuevo puerto de Freeport no tiene fines altruistas sino económicos. Pretende ser un beneficiario de la expansión comercial que provocará la ampliación del canal de Panamá, pero igualmente espera en convertirse en un punto clave de paso, almacenamiento y despacho de las mercancías que vienen de estos lares con destino a los consumidores chinos. En dos palabras, un proyecto de características estratégicas. Allí está la clave.

Si se le agrega el elemento del financiamiento chino al gobierno de la isla por esta magna obra y la eventualidad, siempre presente en nuestros tiempos, de que surjan dificultades de repago del mismo, estaríamos frente a una situación compleja que pondría bajo la férula de Pekín un activo de mucho valor y, sobre todo, clave en las comunicaciones comerciales de los dos hemisferios.

Y tomemos en consideración que de los 250.000 millones de dólares trasladados a América Latina como inversión extranjera directa por los chinos hasta el año pasado, más de la mitad ha ido a parar a sectores estratégicos: transporte, finanzas, electricidad, información y tecnología de las telecomunicaciones y energías alternativas. Una publicación del Interamerican Dialogue asegura que las empresas y bancos chinos han mostrado interés en más de 150 proyectos de transporte e infraestructura desde el año 2002, lo que tampoco es poca cosa.

Si Washington y Pekín en algún momento terminaran la virtual luna de miel que en este momento impera, para que ella sea sustituida por una relación llena de asperezas o de violencia –escenario no imposible–, una presencia china tan incisiva en una región como el Caribe pondría a Estados Unidos en dificultades. Pensemos, también, que el voto en los órganos multilaterales de cada uno de estos pequeños países, tributarios del gigante asiático, vale tanto como el de Rusia o el de Estados Unidos. Así que el llamado es de alerta.

Hay razones objetivas para preocuparse. El Caribe es importante dentro de todo este ajedrez que China intenta alinear a su favor. La influencia china en todo el planeta no es trivial y debe ser seguida con detalle por la Casa Blanca. A esta hora unos cuantos parlamentarios en el Subcomité de Relaciones Externas para el Hemisferio Occidental del Congreso ven la presencia china en el Caribe como una molesta piedrita en el zapato. Es algo más que eso.


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