I.

El 20 de abril, brincando de un canal a otro, me tope de casualidad con una cadena nacional de televisión en la que se celebraba el noveno aniversario de la toma de posesión de Nicolás Maduro, como presidente de la República Bolivariana de Venezuela. Fue una transmisión muy larga, perdóneseme lo obvio del detalle, en la que se pudieron escuchar algunas partes de su primer discurso como mandatario, hace ya nueve años, junto al que pronunciaba en vivo, mostrando que las ideas palabras de entonces mantenían su vigencia hoy en día, al igual que las promesas no cumplidas, prorrogadas una y otra vez.

Un «país fuera de servicio»

Desde el púlpito mediático, Maduro predicó su mensaje.  En modo optimista señaló que, a partir de su economía, el país empezaba a levantar vuelo mediante un conjunto de políticas que reimpulsaría el proyecto del socialismo del siglo XXI heredado de Hugo Chávez, quien, como se sabe y sin entrar en muchos detalles, disimuló sus desatinos gracias a los altos ingresos petroleros, no en balde buena parte de su período de gobierno fue descrito como “socialismo rentista”, dibujado principalmente con medidas clientelares que enseñaron las uñas del chantaje político, que progresivamente cobró más relevancia como distintivo en la utilización del poder.

En su discurso no hubo la más mínima referencia respecto a cómo ha venido siendo el país en los años de revolución, sobre todo en los últimos. Ni una palabra acerca de su crisis, descrita por cifras que solo dan malas noticias, generando problemas que se encuentran atornillados a la cotidianidad de la gente. Hemos vivido en un País fuera de servicio, según lo relata acertadamente Paula Vásquez en su novela, escrita bajo ese título.

Maduró dedicó la mayor parte de su tiempo a anunciar, casi con bombos y platillos, la recuperación de la economía nacional. Enarbolando las mismas banderas ideológicas de Chávez, comunicó las nuevas estrategias y una vez más recurrió al amuleto de cambiar a parte de su gabinete. Pareciera, pues, que la terca realidad le ganó el pulso, si bien trató de lavarse las manos usando el detergente ideológico y señalando al imperialismo y a la derecha interna (que también juegan, desde luego), como únicos culpables del desacomodo nacional.

El capitalismo autoritario

Los acontecimientos recientes han dejado muy claro que no existe una asociación automática entre capitalismo y democracia. China, el ejemplo más elocuente, se desarrolla sobre la base de una economía que, si bien le ha abierto las puertas al mercado, siempre se encuentra en la mira del gobierno del Partido Comunista. Existen otros muchos países que desde la derecha o desde la izquierda, asumen el formato capitalista en medio de un contexto que no es verdaderamente democrático, a pesar de algunos gestos que intentan disimular lo que se ha definido como el capitalismo autoritario, también llamado, desde otra perspectiva, el capitalismo de vigilancia debido al grado en que su desempeño es influido por las tecnologías digitales.

En el marco de lo expresado en el párrafo anterior, y sobre el piso de las ideas y consignas de la revolución, el actual gobierno ha venido auspiciando lo que localmente ha terminado de identificarse como el capitalismo de bodegones, trenzado por la liberación de precios y del mercado cambiario, la dolarización, ciertos procesos de reprivatización, además de otras decisiones, que han configurado una suerte de burbuja económica que fragmenta la sociedad e incrementa la desigualdad, sin que aparentemente contradijeran su idiosincrasia socialista.

De otro lado, se acentúa el autoritarismo puesto en evidencia en el control de todos los poderes encargados del arbitraje social, leyes elaboradas según diseño, limitaciones a la libertad de expresión, militarización de la sociedad y otros muchos aspectos que reflejan el manejo del poder como si fuera un derecho a la arbitrariedad, ejercido por quienes lo ostentan.

En suma, el actual gobierno confirma su modus operandi, el mientras vaya viniendo vamos viendo, siempre bajo el propósito de valerse del poder para mantenerlo sin término alguno.

Harina de otro costal

(El peligro del humor)

Tal vez no diga nada nuevo, pero no siento que por ello deba quedarme callado. Me refiero al video que grabó hace poco en tono de chiste una señora que, al tiempo que tostaba unas arepas, explicaba su respectivo relleno a partir del sobrenombre que le ponía a un quinteto de figuras políticas, incluyendo al presidente Maduro. La grabación fue interpretada como ofensiva por el alto gobierno. Así las cosas, el Ministerio Público se valió de la Ley contra el Odio, convertida en un instrumento versátil que las autoridades usan a discreción e informó que el mensaje de la mencionada señora suponía una “incitación al magnicidio” y por tanto había sido imputada, y adicionalmente divulgó un video (grabado bajo presión, seguramente) en el que ella pedía perdón manifestando que todo había sido una broma.

Le cuento, estimado lector, que escribiendo estas líneas me acordé de El miedo a la libertad, de Erich Fromm. Como lo recoge en su libro el autor, el miedo es un importante activo político de los gobiernos no democráticos y representa un medio muy  efectivo para el control social que propicia el sometimiento “voluntario” por parte de los ciudadanos.


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