Debemos admitir que la Venezuela de hoy es un país dividido, gobernado por una pretensión hegemónica, que ignora y desprecia a los millones de ciudadanos que no la aceptamos y que pretende imponernos un modelo de sociedad radical en la cual una mayoría circunstancial y fuertemente cuestionada en su legitimidad política y en su accionar administrativo, trata de rechazar, prescindir y desconocer a la nueva diversidad del país que a lo largo del tiempo que esta dictadura lleva en el poder, se ha formado.

El gobierno, a pesar de los intentos desplegados a lo largo del tiempo, no ha logrado alcanzar la mayoría aplastante que pretende y ahora amenaza, persigue, acosa y mata a los cientos de miles de hombres y mujeres cuya dignidad les induce tenazmente a no permitir pasivamente que se sigan sucediendo las tropelías y perversas artimañas de las que se vale este régimen. La mayoría de los venezolanos no aceptan y luchan contra un proceso político que trata de instaurar una estructura de amos y esclavos, garantizada por mercenarios uniformados y grupos de irregulares armados.

El régimen no entiende, ni tampoco le interesa hacerlo, que el factor fundamental y decisivo de la evolución social y política de Venezuela no son las élites que ha auspiciado, sino aquellos sectores populares anónimos, trabajadores, obreros, campesinos, estudiantes, desempleados, soldados, amas de casa y en general todos los grupos organizados, o no, que hacen vida en nuestro país.

La dirigencia opositora, por su parte, tiene que orientar y canalizar las enormes potencialidades de esos grupos para ponerle fin a este régimen, mediante una acción política de profunda raigambre unitaria y con un mensaje cuyo contenido privilegie el cambio del régimen y la consecuente modernización del país. El debate sin duda está sobre la mesa, pues la evidente radicalización del modelo gubernamental, entendido como proceso, no puede dar lugar a improvisaciones de nuestra parte, ya que son muchos los actores e intereses que están en juego.

Este es un tema que no se puede ignorar y debe discutirse en todos los escenarios posibles y con la inclusión de la mayor parte de sectores sociales, donde se exponga la visión de cada uno para procurar un consenso real vinculante que refleje la complejidad de la sociedad que se enfrenta al régimen y el peso de nuestras razones para oponernos a la descabellada pretensión gubernamental de crear una sociedad que excluya a quienes no la aceptan. Los odios ideológicos, los recelos y el miedo, deben ser excluidos de nuestro talante, hay que trabajar en la construcción de un nuevo consenso social de respeto a los derechos humanos y reconocimiento del disenso, promoviendo la comprensión mutua, la tolerancia, el respeto y posibilidades de desarrollo.

La convivencia nacional se ha visto deteriorada por discursos gubernamentales que ensalzan la violencia, la separación y un camino de destrucción de la realidad político-social. No debemos permitirlo, porque lo que se impone en esta coyuntura es un proceso continuo de reconstrucción del tejido social y de instituciones legítimas y legales constituidas bajo un orden democrático estable. Es obligar al gobierno, con la fuerza que nos debiera conferir una férrea unidad, a entrar en un diálogo abierto, para hacer frente a la violencia política que se ha hecho presente y proyectar con bases sólidas un futuro viable para todos. No es posible pensar en el avance de un proceso de desarrollo sustentable cuando no se reconoce la diversidad política. Entonces, las libertades e institucionalidad democrática que todavía subsisten se mostrarán insuficientes para abordar los problemas estructurales de fondo. Hay nuevos líderes regionales que llaman a la búsqueda de soluciones expeditas que son ignoradas y descalificadas por parte del gobierno y, como es obvio, comienzan a pasar nuevamente a primer plano del debate político las heridas nunca cicatrizadas de los anteriores enfrentamientos.

Sin dudas, el entendimiento entre nosotros y la reconciliación parecen ser nuestra única salida como país.

Pero, promover una reconciliación supone: a) la edificación institucional de la democracia y el Estado de derecho, b) el poder contar con instituciones políticas y judiciales respetadas y creíbles para la administración y solución de conflictos por vías no violentas, c) llegar a un consenso sobre lo que no es aceptable promover y los medios que resulta inaceptable emplear para proteger los intereses propios, por legítimos que sean. Finalmente, el reconocimiento por parte del régimen de la dignidad y el estatus de las personas y grupos políticos disidentes y la aceptación gubernamental que son merecedores del pleno respeto y goce de sus derechos.


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