El eslogan de campaña del entonces candidato a las elecciones presidenciales de 1968 adelantaba bastante lo que sería el ejercicio de la primera magistratura de Rafael Caldera. Los primeros diez años de la democracia que se inició en Venezuela a partir del derrocamiento de la dictadura encabezada por el general Marcos Pérez Jiménez, fueron de una turbulencia política que demandó de los presidentes Rómulo Betancourt y Raúl Leoni, de decisiones enérgicas y de jefes militares de coraje. La violencia contra el naciente sistema de libertades y contra la Constitución Nacional vigente desde 1961 se expresó en golpes de Estado y guerrillas rurales y urbanas promovidas por militares representantes de la vieja institucionalidad autoritaria y mandona, y un sector político radical movido por la fibra juvenil y la ilusión revolucionaria que se alentó con bolcheviques criollos y también inducido ideológicamente desde La Habana por la Revolución cubana. Venezuela necesitaba paz. En 1968 era un buen momento para cambiar el ambiente de guerra que se movía en la sociedad venezolana de ese entonces. Y el candidato socialcristiano se encajaba muy bien en ese perfil. El país requería de un cambio. Los dos sectores protagonistas del conflicto criollo necesitaban apaciguarse en los ánimos. Unos derrotados y otros victoriosos. Lo fundamental para encaminar la sociedad hacia el desarrollo era la promoción de la coexistencia política de todos. Guerrilleros y militares debían ensamblarse en esa dirección. Hacia la paz.

En 1974, el comando operacional responsable de la guerra en todo el territorio nacional es desactivado. El Comando Operacional Conjunto da un paso lateral en Fuerte Tiuna y su lugar es ocupado por una figura más administrativa y de menos copete de planificación de la violencia oficial: el Grupo de Planificación Operacional. Los militares combatientes contra la subversión de la época y sus unidades (los batallones de cazadores) empezaron a dejar de construir historias de combates, de reacciones de emboscadas balalaika y de largas jornadas de reconocimiento y patrullaje; las misiones de yunque y martillo se arrinconaron y las pacientes tareas de largas noches vela en lagunas con el agua al cuello, quedaron archivadas en las gavetas de los comandos. La victoria militar contra la guerrilla se empezó tendenciosamente a vivirse más como mito que como realidad por una necesidad política. Había que reducir la adrenalina del campo de batalla a los militares que regresaban victoriosos con sus mochilas de combate a hacer vida de guarnición. Había que civilizarlos. No hay nada más peligroso para una democracia de dientes de leche, como la venezolana en ese momento, que un general que regresa victorioso full de condecoraciones y reconocimientos oficiales. En tanto que de la guerrilla de las románticas columnas que se adentraban a la montaña cantando la internacional, solo quedaban reductos que medraban de los rebaños y las cosechas de los productores agropecuarios, salteadores a lo Guardajumo y secuestradores ocasionales que hacían de la vacuna un ingreso rutinario. Pero se mantenían en armas. Algunos ya habían enviado las señales desde sus conchas convenientemente concertadas para reincorporarse a la vida política y un grupito exclusivo se daba la gran vida con París como eje. A los guerrilleros había que pacificarlos y de esa política hablaremos en otro texto. Primero lo primero. A los militares había que aprovechar ese mismo impulso, para civilizarlos. Desde la altura de ese tobogán encumbrado de combates, de muertos, y de heridos en la guerra subversiva había que bajarlos con toda esa adrenalina del vivac y sudor mezclado con la pólvora para incorporarlos definitivamente a las tareas del desarrollo nacional.

La ajustada diferencia de los 32.906 electores entre los candidatos presidenciales, y la tensión que se provocó por la posición que iba a asumir la institución armada ante la posibilidad de un desconocimiento a la voluntad popular, originó un momento de tensión política y militar ante la opinión pública que fue borrado por el mensaje enviado por el general Ramón Florencio Gómez, ministro de la Defensa, el mismo día en que se oficializó el resultado de las elecciones del 1° de diciembre de 1968, al comando de campaña de Rafael Caldera: «las fuerzas armadas garantizan el reconocimiento de la voluntad popular expresada en el voto». Fue contundente. Y una magnífica señal del accidentado y tortuoso camino institucional y constitucional que ya venían transitando las fuerzas armadas nacionales.

Algo había que hacer con esa señal cuartelera y el nuevo comandante en jefe de las fuerzas armadas nacionales, después de ser reconocido su autoridad, se abrocha en la responsabilidad de ensanchar más el sendero construido desde ese mensaje. Antes de la desactivación del COC se tomaron tres decisiones importantes en materia de política militar que contribuyeron a civilizar a los militares y a ensamblarlos con la sociedad venezolana. El 9 de diciembre de 1970 se activa el Instituto de Altos Estudios de la Defensa Nacional (Iaeden), una entidad militar para el estudio de los problemas de seguridad y defensa de la nación con la participación de destacados miembros de las más importantes instituciones del país. Fue un momento crucial para bajar la altura de las paredes de los cuarteles. Después, el 5 de Julio de 1971 ingresa a los institutos de formación profesional de las fuerzas armadas la primera cohorte de aspirantes a oficiales para acreditarse en ciencias y artes militares por la elevación universitaria de los institutos de formación. El Plan Andrés Bello en el ejército, y sus equivalentes académicos en la Armada, la Aviación y la Guardia Nacional, bajaron mucho más las paredes de los cuarteles. Y, el 3 de febrero de 1974 con la creación y funcionamiento del Instituto Universitario Politécnico de las Fuerzas Armadas (Iupfan) la pared de los cuarteles desapareció y la prevención se abrió para los civiles. La conjunción verdadera entre civiles y militares se empezaba a materializar desde el inicio en la formación (Plan Andrés Bello), se abría en más campo en la capacitación (Iupfan) y luego, al cierre de la carrera, ya para ocupar los más altos cargos en la institución armada (Iaeden). La propia fusión cívico militar. Ya no era el caminito del mensaje del general Ramón Florencio Gómez, era una amplia autopista para civilizar a los militares.

¿Dónde, cómo y quién sacó a los militares de esa ruta que estaba con muchas señalizaciones para transitarla democrática, constitucional e institucionalmente? Me parece que esa respuesta y este tema da ampliamente para otras entregas. Y por eso seguiremos escribiendo.

En todo caso, el eslogan de la campaña electoral de 1968 se cumplió, y el cambio… fue.

 

 


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