La semana pasada escribí acerca del 23 de enero, aniversario de la caída de una de las más ordinarias dictaduras padecidas en tierra de (des)gracia, y del inicio de la etapa republicana más constructiva de nuestra historia.  Ahora, porque el revocatorio murió al nacer y la unidad sigue en suspense, lo hago sobre su correlato, el 4 de febrero, fecha cumpleañera del chapucero y fracasado golpe del teniente coronel Hugo Chávez Frías, consagrada aviesamente a festejar el «día de la dignidad nacional» (no me salen las mayúsculas), a encarecer o lamentar el venidero viernes, a la cual cabría endilgarle el aserto de Franklin Delano Roosevelt del 7 de diciembre de 1941, cuando Japón atacó la base naval de Pearl Harbor: «una fecha que pervivirá en la infamia». De esta forma despacharíamos sin más el enojoso asunto de rememorar la traición perpetrada contra el presidente Carlos Andrés Pérez por un paracaidista ignorante, arrogante y de encantos serpentinos, con la tácita aprobación de notables, resentidos y oportunistas —el putsch y el intento de magnicidio fueron calva y electorera ocasión para Caldera con Glostora y el peinado brillantina, y el igualao’ Aristóbulo, ¡quién ha visto negro como yo!, a fin de «lucirse» en el parlamento con encendidas arengas, y arrimar las brasas a sus respectivas sardinas, justificando lo injustificable—. Con ese mortal zarpazo a la Constitución sobrevino una nueva ola de devoción desmedida al Libertador. Y aunque procuro, desde entonces y en lo posible, no citarle, me pregunto cuán pertinente resultaría, a propósito de la inicua asonada de 1992, colocar sobre el tapete una socorrida y descontextualizada frase suya, cuya corrección política podría estar en entredicho: «Un pueblo ignorante es instrumento ciego de su propia destrucción; la ambición, la intriga, abusan de la credulidad y de la inexperiencia de hombres ajenos de todo conocimiento político, económico o civil; adoptan como realidades las que son puras ilusiones; toman la licencia por la libertad, la traición por el patriotismo, la venganza por la justicia». Las primeras 10 palabras de tal reflexión son comúnmente asumidas —argumento magister dixit—a guisa de explicación del irresistible ascenso del comandante hasta siempre y la imposición de un modo de dominación social de inspiración cubana con un indigesto aderezo de retórica bolivariana; sin embargo, el tiempo transcurrido entre la felonía de los comandantes arcangelizados, en aras de intereses creados por opinadores tarifados, y la elección presidencial en 1998 del seudo redentor barinés, facilitada gracias a un indulto vengativo y a una abstención sin precedentes, fue suficiente para imponer una matriz de opinión moldeada en la antipolítica, e instalar en la presidencia al charlatán responsable de veintitantos años de involución social, política y económica, quien además nos legó al mascarón de proa del absolutista régimen monitoreado por La Habana y supervisado por Padrino.

Pearl Harbor sigue siendo objeto del recuerdo y en algún momento fue motivo de orgullo para el militarismo fascista nipón. Hoy quizás yace en el fondo del baúl de los olvidos, aunque siempre se escuchará por allí un remember Pearl Harbor!, espontánea consigna de las tropas norteamericanas durante la Segunda Guerra Mundial, y tema de una famosa canción compuesta por Don Reid y Sammy Kaye (“Let’s remember Pearl Harbor and go on to victory”). El protervo 4 de febrero, en cambio, apenas sirve de pretexto para especular sobre la carga alegórica de ciertas efemérides y su manipulación por parte de quienes basan su actuación pública en el dogmatismo y la propaganda y no en el trabajo productivo y creador.  En una de sus primeras celebraciones, como data cumbre de la épica bolichavista, impresionó la descomunal exhibición de armamento soviético, sobrante de la Guerra Fría y restaurado para su venta tercer mundo adentro. En esa vergonzante demostración se quiso bordar con ribetes olímpicos un cuartelazo ajeno a gestas heroicas, vindicando la traición y la deslealtad cual motores de un pasado inexistente. Por eso, la reacción crítica de los seres pensantes fue tajante: el 4 de febrero era (es) ominosa remembranza de una abominable jornada; es, en realidad, una antiefeméride, y su invocación no sirvió sino para dividir aún más a la de sí fracturada sociedad venezolana. A falta de antecedentes, más allá de los penales y judiciales, el nicochavismo ha intentado afanosamente forjar una narrativa, tan de mentira como Maduro mismo, un embustero contumaz sin la inocencia de Pinocho ni la imaginación del Barón Munchausen, pero lo suficientemente desfachatado para honrar villanías tal si fuesen hazañas memorables.

Las pompas y circunstancias de la historieta oficial plasmadas en blogs, websites y otras tribunas virtuales del «pensamiento chavista» (la contradiictio in adjecto es deliberada) ponen de bulto su inclinación a privilegiar solo las acciones bélicas, guerreras y violentas. En sintonía con ese modo excluyente de contar y reescribir lo presuntamente acontecido en tiempos pretéritos, e intoxicar de ideología al «hombre nuevo», deberían sincerarse y confeccionar un calendario con base en las muchas iniquidades que ahítan la historia de Venezuela. Podrían comenzar con el 7 de junio, pues, tal día como ese, en 1835, el coronel Pedro Carujo hizo prisionero al Dr. José María Vargas, presidente de la República y primer civil en acceder a tan alta magistratura, por instrucciones de Santiago Mariño, Diego Ibarra, Pedro Briceño Méndez, José Laurencio Silva y otros próceres de la emancipación. O remontarse a 1817 y evocar el fusilamiento, en Angostura, del general Manuel Piar, con sentencia ratificada por el mismísimo Simón Antonio de la Santísima Trinidad.

El 23 de enero no es fecha de devoción para los camisas rojas. El propio mesías de Sabaneta, recién analgatizado en la silla miraflorina, se encargó de señalar que en esa fecha nada debía festejarse; sugerimos, en compensación, se decrete fiesta el 24 y se difunda, con precisión y lujo de detalles, cómo, en 1848, las huestes de José Tadeo Monagas arremetieron contra el Congreso Nacional donde resultó mortalmente herido Santos Michelena, y murieron asesinados los parlamentarios Francisco Argote, José Antonio Salas y Juan García.

En el siglo pasado, a pesar del largo interregno gomecista, hubo unas cuantas fechas dignas de servir de guía a la cuenta de cuentos del chavismo, empezando por el 19 de diciembre, a ser recordado como día de los compadres, en honor al quítate tú pa’ ponerme yo de Gómez a Castro. Y, si se busca ser congruente con la doctrina chavista (¿?), no debería pasar por debajo de la mesa el 23 de junio, como antesala al día del ejército, glorificando a un coronel capachero llamado Jesús María Castro León, quien, en 1958, intentó dar al traste con el interinato de Wolfgang Larrazábal e impedir el previsible ascenso de algún civil a la primera magistratura. Tampoco han de obviarse el 7 de septiembre (alzamiento del teniente coronel Moncada Vidal, 1958); el 4 de mayo, (Carupanazo, 1962), el 2 de junio (Porteñazo, el más sangriento de los cuartelazos contra la democracia, también en 1962) y el 26 de junio (Barcelonazo, célebre por lo triste de sus actores). La guinda del pastel celebratorio podría constituirla un añadido a la fecha aniversario de Carabobo, 24 de julio, para ensalzar el brutal atentado contra la vida de Rómulo Betancourt, perpetrado en 1960 por órdenes del grotesco dictador quisqueyano, Rafael Leónidas Trujillo, alias Chapita. Y, claro, serían de obligatoria recordación el 24 de noviembre (derrocamiento de Rómulo Gallegos, 1948) y el 2 de diciembre (fraude electoral de 1952 y día del «Nuevo Ideal Nacional»). Como es este un (des)gobierno con vocación internacionalista, cabría incluir en su lista de ritos y ceremoniales el 11 de septiembre y, como muestra de su solidaridad con la Yihad y respeto a la memoria de Bin Laden, programar actos solemnes en ocasión de la vuelta al colegio.

Al régimen poco le importa el entorno ciudadano. Lo demostraba a diario el adalid de la salvación planetaria quien, con su incesante encadenamiento, fungiendo de big brother e invadiendo de manera persistente nuestros hogares con un discurso imposible de considerar vacío —de acuerdo con Rafael Cadenas “llamar vacío su discurso ofende al vacío”—, nos decomisó el tiempo, la historia, el espacio donde nos movemos y hasta el aire que respiramos. Ya los recuperaremos. Si nos ponemos de acuerdo, claro.


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