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El pasado lunes fue día de resaca electoral y quizá el único paliativo contra tan amargo ratón sea comentar lo acaecido en Colombia, España y Francia —el orden alfabético es producto del azar y no del rigor metodológico— a la manera de Eudomar Santos para ir escribiendo según vayamos viendo. En Andalucía, el Partido Popular (PP) desbancó al Partido Socialista Obrero Español (PSOE) y, en nuestro patio, la oposición trumpificada se alebrestó, ¡olé!, pero frunció el ceño, hizo pucheros, ¡snif, snif!, y se lamentó, Oh là là!, ante el giro izquierdizante de L’Assemblée nationale impelido por  la Francia insumisa de Jean-Luc Mélenchon; y, a este lado del Atlántico, pegó el grito en el cielo, pues albergaba la esperanza inútil, flor de desconsuelo, de una derrota de Gustavo Petro en la segunda vuelta de las elecciones presidenciales colombianas.

Por razones históricas y geográficas, el petronazo motivó iracundas reacciones, sombríos vaticinios y extravagantes conjeturas en torno al porvenir del país vecino, a partir de  la extrapolación simplista del fiasco chavomadurista a la escena neogranadina, y de una destemplada, reduccionista y maniquea percepción de la realidad. Con premonitoria antelación a los escrutinios, comenzaron a circular por las redes fecales, perdón, (anti)sociales la infame aserción según la cual «todo país se da el gobierno que merece» y el demagógico apotegma «el pueblo nunca se equivoca». Recuerdo haber escuchado esta última en boca de Rafael Caldera cuando le tocó admitir la derrota de su ministro del Interior, Lorenzo Fernández, y la victoria de Carlos Andrés Pérez en las elecciones de 1973; igualmente, me acuerdo de la refutación de Manuel Rafael Rivero, ex contralor general de la República y expresidente del máximo órgano de arbitraje comicial, denominado entonces Consejo Supremo Electoral, ejemplarizando falazmente su objeción con la elección del político tachirense. Tales pamplinas, pues, no deben asociarse exclusivamente a posturas arrogantes y endilgarlas a medianías intelectuales. A ellas me referí hará unos 5 años y estimo pertinente publicar ahora una actualización de lo escrito entonces.

Debemos al conservador y monárquico Joseph de Maistre, diletante saboyano, crítico de la Ilustración y enemigo de girondinos y jacobinos, una inicua aserción, cuya descontextualización y manipulación la elevó a la categoría de frase memorable: «cada pueblo tiene el gobierno que se merece». La adjetivamos inicua porque generalmente se esgrime a objeto de, con olímpico desprecio de las masas, culpabilizar a éstas de los desaguisados de quienes las conducen; sin embargo, teniendo en cuenta el accionar de un régimen de dudoso origen y cuestionada legalidad, como el madurista, podríamos pronunciarnos en sentido contrario a esa muy retrógrada afirmación y darle la vuelta a la tortilla. Lo hicimos, en el Perú del protochavista Velazco Alvarado, César Calvo (Iquitos, 26/07/1940-Lima, 18/08/2000), poeta, compositor, escritor y animador cultural de sonora y contagiosa risa, y yo en el Primer Festival de la Canción de Agua Dulce (1972): emulando a Marx cuando puso patas arribas la dialéctica hegeliana, postulamos: «todo gobierno se da el pueblo que se merece». No es difícil fundamentar esta premisa. A la vista tenemos la revolución bolivariana: durante casi un cuarto de siglo, afanada en la (presunta) vindicación de humillados y ofendidos, se benefició del respaldo comicial de una clientela menesterosa, irredenta, mendicante y engolfada en el tírame algo y el peor es nada —abonado el terreno electoral con análogo irredentismo, Petro cosechó sufragios suficientes para engrosar el stock de populistas zurdos en la región—. Forjó así el socialismo del siglo XXI su pueblo particular, un diverso y excluyente amasijo de gente común, aspirante eterna a una vida mejor, oportunistas, vividores del cuento, facinerosos de la peor ralea y matones reclutados en el lumpen proletariado, organizados en pandillas que confunden propaganda, participación y militancia política con vocinglería, agavillamiento y asociación para delinquir. Un pueblo lave y listo o «peuple prêt-à-porter», en el cual, a través de la depauperación, se pretendió englobar a la clase media, pero buena parte de ésta tomó las de Villa Diego y el país sufrió una pérdida atroz de recursos humanos. El poder color rubí fabricó sus muchedumbres particulares en los talleres del embuste y la componenda, y reclutó a sus guías entre el pranato recluido en los centros de formación del hombre nuevo. El ciudadano producto de la movilidad social fomentada por la democracia tomó distancia de esos enjambres al vislumbrar un proceso de igualación por abajo, similar al propugnado en Kampuchea (Camboya) por los jemeres rojos de Pol Pot, y presentir un estado de coma inducido, ofertado con la promesa de  quimérico jardín de las delicias cada vez más cercano al infierno.

Hoy, estamos en presencia de un desengañado e importante sector de la población, ansioso de recuperar su pertenencia al país de todos.  El chavismo sin Chávez no existe. Su extinción la precipita de forma vertiginosa la inmadurez de un írrito ejecutivo, incoherente y pendenciero, a cuyos designios se pliegan aquiescentes los poderes legislativo, judicial, ciudadano y electoral, además del municipal y el estatal. Esa desinstitucionalización facilita y alienta el acoso y criminalización de la disidencia, y la penalización del ejercicio político, de acuerdo al libreto diseñado en una isla enfrascada en mantenerse a flote y no naufragar en el mar de la felicidad. No, a Maistre no le asiste la verdad: ningún pueblo es merecedor de regímenes tal el presidido ilícitamente por Nicolás Maduro. Igual de sospechosa a la sentencia del saboyano, es la máxima «el pueblo nunca se equivoca», atribuida sin fundamento a Jean Jacques Rousseau.  El autor de El contrato social teorizó en torno a la infalibilidad del soberano, porque a su juicio de él debía emanar el poder. Por ello, la voluntad colectiva habría de privar sobre la individual, a fin de velar por el bien de todos los ciudadanos; pero, en la práctica no pareciera ser así, y no se necesita ser muy zahorí y advertir el carácter lisonjero de la frasecita en cuestión, pues su validez la contradicen los sucesivos yerros cometidos por los pueblos en la selección de sus dirigentes, y la sola mención de Hitler, Mussolini, Chávez, Putin y otros tantos depositarios y beneficiarios de la confianza y el descontento populares sería suficiente para rechazarla.

Nos hemos referido a ese par de dogmáticas creencias en esta larga y quizá tediosa reláfica para llamar la atención sobre el flagrante irrespeto a los votantes de la fronteriza República de Colombia, de parte de una oposición derechizada por el nicochavismo. Ya se sabe: ¡Divide et impera! La revolución bonita no sólo fue parteaguas en la historia política de Venezuela, sino también factor divisorio de su sociedad. La reconciliación nacional ha de ser necesariamente objetivo prioritario de la Plataforma Unitaria. Ni la oposición democrática ni el chavismo de buena fe (debe haberlo) pueden ni deben ser objeto de control, vigilancia y espionaje como el practicado, por la Telefónica española, a petición expresa de Maduro.

En alguna parte de nuestra singladura perdimos el rumbo y nos olvidamos de Colombia y Gustavo Petro. Debemos, creo, concederle el beneficio de la duda al flamante presidente electo y esperar hasta la culminación de sus primeros 100 días de gobierno; entonces sabremos cómo se batirá el cobre. Él no es Chávez. Y no es bruto ni ignorante. Desde la izquierda se puede gobernar con tino, dejando de lado dogmas prescritos y recetas caducas. China sentó pautas al respecto. En cuanto a nuestro maltrecho país, y para concluir, no creo se haya dado el gobierno que se merece; colocar las cosas en esta perspectiva sería el colmo del desprecio. Al contrario: las autoridades deben darse su puesto y no tratar al ciudadano como arcilla moldeable a su antojo, ni tomarse la libertad de enmendar sus errores y vulnerar su derecho a equivocarse. Y tiene razón, mucha, el padre Ugalde: «Mientras no se cure la miopía, la pendulación entre derecha e izquierda seguirá revolcando a nuestros países entre el fracaso y la impotencia».

 


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