Mucha de la polémica que se desprende del famoso “perreo” de Ronald Acuña Junior, después de batear un jonrón con Tiburones ante Leones en la final, tiene que ver con el fanatismo y la rivalidad histórica de ambas franquicias, en el deporte nacional.

He notado una abierta polarización en el caso, entre quienes condenan “el baile prohibido” por indecente y los que lo reivindican por tratarse de una expresión de catarsis y júbilo de un bateador que fue duramente abucheado en el segundo partido, tras lo cual vendría un bochornoso y típico episodio de violencia, en el que los familiares del pelotero fueron insultados y bañados de cerveza, en un preocupante conato de linchamiento.

De inmediato, como sabemos, el jugador de La Guaira decidió renunciar a la liga criolla, en respuesta al agravio sufrido por sus congéneres, a los que, dicho sea de paso, también señalan por defenderse y no quedarse de brazos cruzados. Imaginen la presión y pónganse en el lugar de ellos.

Es lamentable todo lo ocurrido, pero en especial la subordinación de la crítica en el país, a una cuestión de apego a una franquicia o de fidelidad por una marca o camiseta.

Así que cuesta salir del plano del blanco y negro, del encuadre de los locutores inquisidores de Leones y de los seguidores de Tiburones que dicen no romper un plato.

Como personalmente me mantengo imparcial en las instancias del beisbol, voy con algunas reflexiones.

Primero, un poco de contexto. Ante la pérdida de audiencia, las ligas mayores de Estados Unidos han introducido cambios, para enganchar y atraer a un público joven que no se identifica con la pelota, por verla aburrida, medio solemne en su protocolo, predecible y agotada en su espectáculo, un poco como la crisis que sufre el show del Oscar, pero sin tanta baja de audiencia.

Para revertirlo han incentivado que las celebraciones sean más espontáneas, dejando que, literalmente, los chicos jueguen a su aire y hagan sus bailes prohibidos que guiñan a la audiencia de Tik Tok.

Así lo refiere el experto de ESPN, Juan  Arturo Recio: “Desde hace un par de años y en un esfuerzo para atraer público joven, Grandes Ligas inició la campaña Let the kids play (dejen a los muchachos jugar) con la finalidad de permitir que las verdaderas estrellas del beisbol, los peloteros, pudiesen mostrar sus personalidades, disfrutando del deporte que practican y de este modo, aportarle emoción al juego. Todo empezó hace unos años con los muy conocidos ‘batflips’ (o ‘perreos’, como se les llama en el Caribe) al conectar un jonrón por parte de los bateadores, a los fanáticos les parecieron interesantes, divertidos, finalmente estaban viendo algo distinto en un juego que tiene más de cien años siendo prácticamente el mismo. De ahí se le dio más participación dentro del juego a intrincadas celebraciones al ganar partidos, lanzadores emocionados al sacar importantes outs, cosas que por años se han estado viendo, pero que han tomado fuerza durante las últimas temporadas porque muestran el verdadero carácter de muchos de los jóvenes que se encuentran en MLB”.

La cita viene a cuento porque, al parecer, o los entendidos que han criticado a Acuña por su perreo son demasiado ortodoxos o apegados a la regla clásica, o deliberadamente ocultan información a su audiencia.

O capaz, y es lo peor, no están enterados de cómo funciona hoy el espectáculo de la pelota en Estados Unidos. Algo comprensible que se puede entender por la desinformación que existe en el país, por la censura, pero que en nada justifica que un narrador asuma juicios al aire, tan ausentes de contexto y de una falsa superioridad moral, considerando que en el estadio suena duro el reguetón y que no se asiste ahí a una ceremonia académica, ni mucho menos.

¿O es que en las gradas se bailan vals de quince años? De samba para abajo, los fanáticos se divierten y los divierten con una inundación de música urbana, que particularmente no me gusta por demagógica, pero que forma parte de la naturaleza popular de la pelota rentada en Venezuela.

Así que en función del entorno nacional e internacional, Acuña se liberó, como lo hace un jugador de la NFL al anotar, alardeando con su “perreo del siglo”, que incomoda a beatos de todo origen y de un sorpresivo criterio de cuestionamiento, cuando generalmente callan ante peores abusos en canales censurados por el gobierno.

De modo que la crítica es selectiva, como siempre y propia de un puritanismo de provincia, que no cuadra al compararlo y cotejarlo con los hechos.

Lean a Mari Montes, que comparte una opinión de especialista, sin caer en llamados a la decencia, respecto al perreo, y que condena la violencia, venga de donde venga. Es la actitud.

De pronto, estamos viendo un choque generacional, y Ronald Acuña Jr.  ha provocado un cisma, que genera conversación y que nos invita a pensar en cómo trabajar casos así, sin que la sangre llegue al río.

Tendremos que acostumbrarnos a las nuevas celebraciones, aunque no nos gusten y no se conviertan en actos lascivos, que atenten contra las familias y los ojos de los niños.

Tendremos que definir las reglas de qué perreos se aceptan y cuáles no. O sí en Venezuela, a diferencia de la Major League, no se aceptan perreos, con el riesgo de perder audiencia.

Todo me recuerda un poco a la polémica que refleja la película Dirty Dancing, con su exposición de una pareja que se une en el baile peligroso, frente a un contexto que primero desaprueba y luego acepta, como una cuestión de simple evolución.

Ya veremos qué pasa en Venezuela.

Por lo pronto, si les digo, que es una pena que perdamos a un jugador como Acuña Junior en la final. Esperemos que garanticen su seguridad y libertad, para volver al país en el diamante.

Ojalá Venezuela no sea un terreno hostil para sus propios hijos, a los que se los devora el encono y el odio ciego.

Fíjense que, lamentablemente, Ronald se siente más seguro al jugar en las ligas mayores de Estados Unidos. Porque aquí no se sabe manejar el éxito ajeno.

Confío y aspiro que todo se solucione.


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