El fraudulento triunfo de Daniel Ortega en las elecciones presidenciales del 7 de noviembre tiene un doble sabor: profundiza, por una parte, la deriva dictatorial del líder del FSLN, iniciada virtualmente desde que llegó al poder hace 15 años, y, por otro lado, marca sin duda el inicio de la caída en barrena de la legitimidad de origen de su mandato, abriendo las puertas a una actitud cada vez más proactiva y beligerante de la comunidad internacional con su régimen, como lo demuestran, la reacción de la UE, la condena de la OEA y el alejamiento de aliados de la izquierda regional, como Lula Da Silva y el gobierno de Fernández en Argentina.

Como sucede con la oleada de autoritarismos de las últimas dos décadas, Ortega utilizó las elecciones desde su primer triunfo en 2006 para ir clausurando progresivamente la democracia, alcanzando el control de todos los poderes del Estado y creando los medios para perpetuarse en el poder. Curiosamente, al contrario de otros miembros de la  camada populista-autoritaria de izquierda (Chávez, Morales, Correa) él no llegó al poder  impugnando y poniendo contra la pared a la clase política dominante -mecanismos plebiscitaros de por medio- sino aliándose con ella, trocándose, de hecho, en un revolucionario conservador, con el perdón del oxímoron.

Esa alianza se refrendó en un pacto que celebró en 1999 con el presidente Arnoldo Alemán, donde prácticamente los partidos de ambos líderes (el FSLN y el Frente Liberal Constitucional), se repartieron las principales instancias del Estado. Este acuerdo bipartidista -que puede decirse que aún continúa, aunque obviamente modificado sustancialmente por las divisiones y posterior decadencia del FLC y la omnipresencia de Ortega- coció una reforma electoral que bajó al 35% el porcentaje necesario para ser proclamado ganador de las presidenciales, permitiendo el acceso al poder de Ortega en 2006 (cuando ganó, ajustadamente, con el 37,99% de los votos).

La otra pata de este consenso de élites (o pacto del diablo, como lo denominó Sergio Ramírez) es el acuerdo tácito con el principal gremio empresarial nicaragüense, COSEP (Consejo Superior de la Empresa Privada), que le permitía a los empresarios, en pocas palabras, hacer negocios y disfrutar de las ventajas del libre mercado, mientras no intervinieran en los asuntos políticos. El relativo éxito y funcionalidad de este modelo orteguista por más de una década, se explica, en buena medida -junto al importante subsidio de Hugo Chávez- por los buenos guarismos económicos alcanzados: Ortega, en parte por su astucia, y seguramente por la traumática experiencia que vivió en su primer período en el poder en los 80, no cayó en la política de expropiaciones propia del socialismo del siglo XXI, que llevó a la quiebra de la economía venezolana.

Aparte de ir controlando progresivamente todos los poderes del Estado (el Parlamento, el Consejo Supremo Electoral, el Poder Judicial, la Fiscalía, el Ejército y las policías), Ortega cimentó su dominio dividiendo y persiguiendo a la oposición y a los numerosos disidentes del sandinismo que se hicieron a un lado y lo confrontaron. Junto con Putin en Rusia, él puede considerarse el precursor en la región y en el mundo de uno de los métodos preferidos por los diversos autoritarismos posmodernos: la captación y compra de organizaciones y líderes opositores que le hacen la comparsa en el Parlamento y en los eventos electorales (los llamados “zancudos”, alacranes en Venezuela).

Pero el consenso de élites orteguistas -que encubría, hasta cierto punto, el cariz autoritario de su modelo político- se quebró con las protestas del 2018, que comenzaron con unas simples manifestaciones en contra de una reforma regresiva del sistema de pensiones aprobada por el gobierno, en vista de sus problemas económicos y fiscales, motivados, en buena medida, por el fin del subsidio venezolano (algo semejante, ciertamente, a lo que pasó en Cuba). Lo que sucedió en 2018 fue una verdadera rebelión cívica, liderada por los estudiantes universitarios y por variados sectores de las clases medias y populares, cansadas de la corrupción, la estrechez económica, el cercenamiento de las libertades y el continuismo y nepotismo de Ortega.

Quizás la mejor expresión del rompimiento de ese consenso fue la incorporación de la Iglesia Católica (que hasta ese momento mantenía una actitud condescendiente con Ortega) a las protestas, sufriendo en carne propia sus sacerdotes la persecución y hostigamiento. La sangriente represión de Ortega -que siguió, indudablemente, el guión cubano-venezolano- lo mantuvo, ciertamente, en el poder, pero acabó con la imagen de “buen autócrata” que se había labrado durante una década, y puso en alerta a la comunidad interamericana y la comunidad internacional sobre la violación de los derechos humanos.

Los acontecimientos que rodearon las elecciones presidenciales (detención de 7 candidatos presidenciales, del presidente de Cosep, y de un total de 39 líderes políticos y sociales) lo colocan claramente como un régimen autoritario hegemónico o no competitivo, aproximándose incluso a lo que fueron las dictaduras clásicas latinoamericanas de mediados y finales de siglo XX, con la singularidad de no ser él un militar activo. Parodiando en vida la frase de Borges, Ortega ha terminado pareciéndose extraordinariamente al enemigo contra el que luchó en su época heroica, Anastasio Somoza. Tan es así, que ninguno de los nuevos autoritarismos de América Latina posee el acusado rasgo dinástico de su régimen, donde su mujer, Rosario Murillo, ejerce la vicepresidencia, y todos sus hijos están en importantes cargos en la administración del Estado.

Ortega ha devuelto a Nicaragua -y en lo que cabe, a América Latina- a las etapas más atrasadas e ignominiosas de épocas pretéritas. Es justicia esperar que el sistema interamericano se active con la eficacia que demandan estos nuevos tiempos, y que se pueda llevar aplicar en sus mejores términos la Carta Democrática Interamericana, concertado esto con la presión de otros grandes factores democráticos de la comunidad internacional.

@fidelcanelon


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