Un Pedro, de apellido Castillo, ha dado un autogolpe en Perú, por la vía rápida y de una tacada. Y otro, apellidado Sánchez, lo viene dando en España por entregas, poco a poco, espaciando en el tiempo las medidas que su homólogo y tocayo andino ha hecho groseramente de una sentada, con el inevitable fracaso que comporta.

Las similitudes son tan evidentes, pese a las distancias y los recursos utilizados, como lo son también con el antecedente histórico español que tienen estos tiempos en el convulso periodo que comenzó con la proclamación de la República en 1931, el golpe de Estado socialista contra ella en 1934 y la conspiración que acabó con ella antes y durante la Guerra Civil, cuando los mismos separatistas y los mismos antisistema que ahora vieron en el alzamiento militar una oportunidad para imponer una revolución.

Con todas las distancias cronológicas, geográficas y contextuales que pongamos, existentes sin duda, Sánchez está haciendo algo similar a lo de Castillo y sufriendo, de sus aliados, algo muy parecido a lo de Manuel Azaña, como él mismo reconociera desde su exilio francés antes de morir.

El autogolpe por capítulos comenzó con la aceptación como socios de moción de censura de un partido que apostaba abiertamente por abrir un nuevo periodo constituyente y acabar con la Monarquía Parlamentaria; Podemos; y otros de corte separatista que simplemente reniegan de la Constitución y quieren abandonar España.

Y prosiguió con la transformación de esos aliados para desalojar al Gobierno de Rajoy, tras dos derrotas electorales de Sánchez en seis meses y la intención del PSOE de echarle del liderazgo; en una coalición formal sustentada en un único punto: intercambiar el respaldo al presidente por el cumplimiento estricto, por fases, de las exigencias conocidas de todos ellos, a las que no renuncian ni renunciarán.

Todo lo que hemos visto y vemos desde entonces es consecuencia de esa doble certeza: Sánchez necesita demoler el Estado de derecho conocido para garantizar su subsistencia; y sus interventores exigen su botín para sostener un respaldo interesado.

Primero se indulta a los delincuentes, sacándoles de la cárcel cuando cumplen condenas en el caso del independentismo catalán o blanqueando su pasado y objetivos, el de Bildu. Después se derogan sus delitos, desde la sedición a la malversación, alfombrando el camino para que puedan volver a cometerlos.

Y, por último, se legalizan sus objetivos, que es la fase en la que estamos: dado que la Constitución no se puede reformar por los métodos legales previstos; hay que asfixiarla con una guerra de guerrillas que tiene en el control del Tribunal Constitucional y del Poder Judicial, ya a punto de lograrse, el objetivo definitivo.

La colonización previa del CIS, de RTVE, de la Fiscalía General, de la Abogacía del Estado, o de Indra; unida a un control casi absoluto de la opinión pública a través de una triple intervención inédita de los medios de comunicación, de las leyes aprobadas y del asistencialismo económico; terminan de crear un relato coronado por la criminalización de la alternativa y de los contrapoderes legales: la oposición es ultraderechista; los medios críticos fabrican bulos; los jueces son franquistas y machistas; el Congreso es violento y la Corona está bajo sospecha.

Todo lo que parecía imposible en España ya se ha hecho, es probable o no resulta ya alocado, y el contexto es inmejorable: una profunda crisis económica que tiene exhausta a la sociedad; un ecosistema asfixiante contra la disidencia democrática; un brutal abuso del poder, del miedo y del dinero como herramienta de control; una negación sin precedentes de la legitimidad de la alternativa y una dimisión aparatosa de las instituciones europeas, incapaces de defender sus valores allá donde están en peligro.

Cuando Sánchez le negó el carácter democrático al PP, en las puertas del Parlamento, en la emblemática fecha del 6 de diciembre y mientras remataba la reforma del Código Penal y del sistema de nombramientos en el Tribunal Constitucional; daba la pista definitiva.

Su autogolpe está siendo a plazos, sin prisa y sin pausas, y lo justifica con el inquietante argumento de que, como valedor único de la democracia, de la Constitución, del Estado de derecho y del progreso de España; todo vale para salvarlo todo de una amenaza regresiva en realidad inexistente.

El relato ya está hecho, y a nadie le debe parecer ya ridículo ver comparecer a Sánchez, algún día, con frases parecidas a las de Pedro Castillo y una diferencia sustancial: si llega ese momento, las instituciones que en Perú reaccionaron para frenar al «salvador», aquí estarán ya preparadas para refrendarlo. Esto ya no va de izquierdas o de derechas: va de democracia. Y nadie puede mirar para otro lado.

Artículo publicado en el diario El Debate de España


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