Se cumplen 150 años de la Comuna de París, acontecimiento que sigue despertando el interés de los historiadores, de lo que es testimonio la bibliografía que sobre el tema no ha amainado pese al paso de los años. Como lo expresa el gran historiador Eric Hobsbawm refiriéndose a la Comuna: “Fue extraordinaria, heroica, dramática y trágica, pero breve en términos de realidad, y según la mayoría de observadores serios un gobierno sentenciado e insurrecto de los trabajadores de una sola ciudad, cuyo mayor logro radica en ser realmente un gobierno, aunque durara menos de dos meses”.

Aparte de la singularidad de un hecho histórico de indudable relevancia, la Comuna de París se convirtió rápidamente en un mito, gracias al apoderamiento de su interpretación, tanto en la teoría como en la praxis, por parte de Marx, Engels y sus epígonos (Trotski, Lenin, Kautsky y posteriormente Mao), quienes consideraron que la Comuna prefiguraba nada más y nada menos el modelo, tanto en lo político como en lo societario, que sustituiría la explotación capitalista y el dominio de la burguesía como clase dominante. Si bien se ha comprobado que los factores ideológicos intervinientes en la Comuna de París fueron diversos (el republicanismo radical, el anarquismo y por supuesto también la presencia de  representantes de la Primera  Internacional), predominó el mito gracias a la hegemonía intelectual de Marx en el mundo de la izquierda. El mito a su vez fue rodeado de símbolos, el más significativo la bandera roja, con la cual los comuneros habían sustituido el estandarte tricolor característico de la Revolución francesa. El mito derivó en un mecanismo de desfiguración de los ideales de la Comuna, como lo revela que pasados solo dos años del entusiasmo inicial, ya Marx imploraba por una centralización férrea del poder, la dictadura del proletariado, dejando sin sentido la descentralización cónsona con el gobierno comunal. Lenin, un astuto y hábil revolucionario profesional, manejó inteligentemente la popular bandera de todo el poder para los soviets (consejos) en la Revolución rusa, al instrumentalizarlos en manos de un partido fuertemente centralista que resultó ser desde sus orígenes el partido bolchevique.

La democracia de consejos, original y utópico aporte de la Comuna de París a la teoría de la democracia, con su sostén en un socialismo autogestionario y un control descentralizado del Estado basado en la participación popular decidiendo autónomamente la vida comunitaria, intentó posicionarse con éxito en la marea revolucionaria que se manifestó en los soviets obreros en Rusia en 1905 y 1917, así como en los consejos de Berlín y Munich de los años 1918-1919, los consejos de la revolución húngara en 1919, y los consejos polacos y húngaros de las revoluciones de 1956. Todas las experiencias citadas fracasaron estrepitosamente ante la imposición de los revolucionarios profesionales y los partidos fuertemente centralizados. La realidad se impuso una vez más a la utopía: una cosa es la participación de los consejos en los asuntos públicos y otra su gestión, que exige la participación  de los técnicos y los especialistas.  El aserto es cierto, pero no es menos cierto que algunos aportes originarios de la Comuna de París y la imaginación afiebrada de los comuneros mantienen plena vigencia, de lo que son muestra  el principio de subsidiariedad como eje de la distribución de poderes del Estado, la idea de sociedad comunitaria, la democracia participativa como alternativa a la democracia representativa, el cuestionamiento al gobierno elitista, independientemente de su procedencia, y la igualdad política y social de la mujer, una conquista hoy en pleno desenvolvimiento.

Hannah Arendt  en su sugestivo libro Sobre la revolución resalta dos aspectos, que a su vez se entrelazan, sobre la significación de la Comuna de París; uno, el miedo a la revolución que se apoderó de las clases dominantes ante la real posibilidad de que la clase trabajadora podía apoderarse del Estado e iniciar una profunda revolución; y dos, la grandeza de la imaginación de de los comuneros , que me retrotrae a la consigna del Mayo francés de 1968: la imaginación al poder, pues en sus propias palabras, “hasta los hombres más radicales y menos rutinarios sienten pavor por las cosas nunca vistas, las ideas nunca imaginadas, las instituciones nunca ensayadas”.

El final de la Comuna fue trágico y cruento, inmolados sus hombres, mujeres y niños, de forma inmisericorde por los fusiles de la reacción. Como ha señalado la profesora del Instituto de Estudios Políticos de París, Dominique Colas, “la insurrección de la clase obrera francesa, durante la Comuna, es la rebelión de la sociedad civil contra un Estado vampiro, y la represión de la Comuna es un festín caníbal”.

La Comuna de París intentó asaltar el cielo y llenar un mundo nuevo y universal de su mensaje utópico. No lo logró; las duras realidades del poder se lo impidieron, pero quedará para siempre como la posibilidad noble e infructuosa del arrojo del ser humano por perseguir lo imposible y así procurar lograr algo de lo posible.

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