El dictador venezolano Marcos Pérez Jiménez recibió en su momento la visita del tirano Alfredo Stroessner, el paraguayo que deportó o encarceló a quienes se encontraban en la acera de enfrente.  Para agradar al invitado, Pérez Jiménez ordenó una presentación en el Teatro Municipal de la Compañía de Ballet en la que mi mujer Belén era figura de cierto relieve. Bailaron en medio de aparatosas y delirantes medidas de seguridad; francotiradores apostados en los techos circunvecinos y soldados armados en los pasillos, en los bastidores y frente a las entradas de los palcos. Concluido el espectáculo, los dos sátrapas, sonrientes, se hicieron presentes en el escenario para dar y, sobre todo para recibir los aplausos y el besamanos de rigor. La compañía se alineó, salvo Belén que se negó rotundamente a comparecer y verse obligada a saludar a semejantes gorilas en uniforme militar.

Marcos Pérez Jiménez ocupa un espacio político que va desde 1948 hasta 1958 cuando es echado del gobierno autocrático en que se  afirmó en 1952 al arrebatarle el triunfo electoral a Jóvito Villalba expulsándolo a Panamá y obligando a Mario Briceño Iragorry a asilarse en la Embajada de Brasil. Comienza con él la segunda tiranía que me va a tocar padecer junto a la gente de mi generación.

Pérez Jiménez fue un fascista ordinario que odió particularmente a los adecos hasta querer aniquilarlos. Alberto Carnevali murió en prisión y Antonio Pinto Salinas acribillado en la calle. Sin embargo, intentó la modernidad desarrollando el aspecto físico de Caracas y del país, pero mutilando la libertad de pensamiento de sus gentes. Torturas, persecuciones, agobios, pero también y al mismo nivel autopistas, obras siderúrgicas, un puente sobre el lago de Maracaibo inaugurado más tarde por la democracia, avenidas y una ridícula Semana de la Patria con desfiles de asistencia ferozmente obligatoria que convertía a la patria en ese lodo podrido al que la reducen los regímenes tiránicos y los caudillos conservadores o bolivarianos.

Fueron años duros, políticamente difíciles, pero el país parecía nadar en abundancia y bailar animoso: Billo Frómeta se unió al regocijo y ancló en la guaracha un proceso de populares aciertos musicales  y ratificó el carácter militar del régimen cantando que la marina tiene un barco, la aviación tiene un avión y con gran alborozo, guaracheaba viendo a los cadetes en perfecta formación. Tampoco pudo ocultar su entusiasmo: «cuando inauguren la autopista, negra, qué paseíllo me voy a dar…!» y el país navegaba en whisky y en agua de Escocia y nos enorgullecíamos mostrando al mundo el Aula Magna de Carlos Raúl Villanueva, los móviles y stabiles de  Calder, el Hotel Tamanaco, el puente sobre el lago y la Escuela Militar. Pero el cuartel castigó a sus adversarios, mostró perversidad y postergó, para bien o para mal, en casi diez años lo que mi generación tenía que haber producido. Tuvimos que esperar una década y en algunos de nosotros un tiempo mayor para que unos y otros comenzáramos a producir y revelar los frutos de nuestra actividad creadora. Las ricas aunque difíciles experiencias acumuladas antes y durante el perezjimenismo, tardaron años en revelarse a través de la literatura, del teatro o de las artes plásticas y de la propia danza.

Apoyándose en la tenebrosa Seguridad Nacional, aquel militar, apenas teniente coronel cuando conspira contra Rómulo Gallegos en el 48 detuvo nuestra vida intelectual y paralizó la revelación de nuestras vivencias; desarrolló el país económico, pero aterrorizó al país espiritual y cometió un crimen nefasto al impedir que fluyera el pensamiento. Cerró las puertas, cegó las ventanas y obstaculizó las esclusas de la aventura intelectual.

Sin embargo, comparado con los impresentables personajes del socialismo bolivariano, el dictador de Michelena es apenas un ángel rechoncho escapado de alguna pintura de Rubens. En comparación, su felonía es asunto trágico, pero alevosamente pueril.


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