Ayer se celebró el Día Mundial del Alzheimer, “evento instituido por la Organización Mundial de la Salud (OMS) y auspiciado por Alzheimer’s Disease Internacional (ADI) en 1994” (https://www.ceafa.es/es/que-hacemos/dia-mundial-del-alzheimer/dia-mundial-del-alzheimer-2019-1).

Hace quince días escribí sobre lo mucho que importa alimentar la memoria con recuerdos gratificantes que nos impulsen a sobreponernos en momentos de dificultad, cuando a lo mejor se impone el cansancio o una aparente rutina que puede nublar el valor de la vida. Recordar el día en que nació un hijo, por ejemplo, es algo que llena de una profunda alegría y ayuda a no acostumbrarse a ese amor. Recordar a los abuelos, a los padres y a los seres queridos que han fallecido ayuda a apreciar con más profundidad el valor de los lazos con esos familiares y amigos que siguen entre nosotros. Algo de esto quise significar cuando toqué el tema de los recuerdos, pues esos primeros impulsos de los que brotó mucha vida en el pasado pueden ayudarnos a cobrar nuevas fuerzas en momentos más áridos. Hoy, en cambio, escribo sobre una patología que lleva a perder la memoria de esos recuerdos que, ordenados en nuestro interior, parecen configurar nuestra identidad. La razón es que el Día Mundial del Alzheimer me ha llevado a recordar a seres queridos que son en parte responsables de esa inquietud que tengo por el valor de la memoria: por la importancia que tiene preservarla y el dolor que supone perderla.

Haber escuchado a los mayores contar cuentos de su vida pasada, recordar eventos importantes con nostalgia y a veces con profunda alegría, contrastó con la confusión que advertí en los que captaban que estaban olvidándolo todo. Ver cómo algunos seres queridos se concentraban en momentos particulares de sus vidas, recontándolos una y otra vez de forma recurrente, inspiró en mi infancia y en mi juventud tanta ternura como advertir que otros empezaban a perderse en sus memorias.

El paso del tiempo es inquietante. Los años que corren, la vida que termina, la eternidad que sigue y los recuerdos que nos nutren, pero que también se olvidan, son realidades que se nos imponen a todos y nos van mostrando que vivir es una ocupación seria. La memoria, sin duda, está imbricada con nuestra identidad. Nuestras vivencias y recuerdos nos constituyen en eso que somos, o al menos eso nos parece. Y digo esto porque podría suceder que algún día se nos olvidaran y, llegado ese día, se nos aplique o no a nosotros (porque basta con que le ocurra a un solo hombre para que la pregunta sea pertinente), ¿dejaríamos de ser?

Conocer el alzheimer de cerca generó en mí muchas inquietudes. La más importante ha tenido que ver con lo que somos esencialmente. No coincido con esas tesis que postulan de que somos lo que recordamos, pues el valor de una vida no acaba por el deterioro de las facultades. Lo vivido, además, no se reduce al hecho de ser recordado. Pienso que lo fundamental es que somos transformados por las acciones que hacemos a lo largo de nuestra vida, pues todo lo que sale de nosotros surte un efecto en las facultades causantes de cada acción. Antes que externas, las consecuencias de nuestras acciones recaen  primero en nosotros; se revierten sobre uno mismo golpeándonos o ennobleciéndonos, amargándonos o embelleciéndonos por dentro, que es donde se cuece lo que somos. Lo conocido y amado a lo largo de nuestra historia personal; todo lo hecho, como acción ejecutada por nosotros, nos ha transformado en primera instancia a nosotros mismos mucho antes que a los demás. El que mata se hace asesino y el que daña a los demás se hiere ante todo a sí mismo. Por eso pareciera que el olvido de aquello que surtió ya su efecto en nosotros es, si bien doloroso, accidental. Lo vivido nos ha hecho como somos y si lo olvidamos, pienso yo, ¿por qué dejaríamos de serlo? Además, sin tener alzheimer, ¿no se nos olvidan a todos muchas cosas que no habríamos vuelto a recordar de no haber sido porque algo nos las recordó?

Un día vi una lágrima en el rostro de un ser querido con un alzheimer avanzado. Brotó cuando no logró reconocer a su hermana. Se suponía que la desconexión con la realidad o el grado de inconsciencia era más radical de lo que esa lágrima significó. Por eso es que, más allá del funcionamiento de nuestro organismo, pienso que uno no alcanza a comprender lo que sucede en el fondo de las almas, incluso en las situaciones de un profundo deterioro. Otro día, este mismo familiar se perdió. Salió sin que nadie lo advirtiera y estuvo desaparecido unas horas. Había llegado a la casa de su infancia, un trayecto nada fácil, y como allí lo conocían, avisaron. Lo más conmovedor es que se había refugiado en el que fue su cuarto. Esta vuelta a la niñez a la que parecemos tender, incluso cuando el cuerpo sugiere que todo se ha olvidado, indica una especie de “nostalgia por el origen”, como dijo alguna vez Joseph Ratzinger.

Mi gran conclusión es que somos mucho más que nuestras puras funciones biológicas. Tenemos unas facultades que están en el alma y pienso que allí, en ese fondo íntimo, no puede acceder nadie salvo Dios y ese grado de conciencia que nos quede en caso de un gran deterioro. Perder la memoria parece anularnos, pero lo cierto es que más que los recuerdos, lo que realmente importa es el efecto que surtió en nuestro ser todo lo que vivimos, conocimos y amamos. Eso, en definitiva, habrá sido lo que nos transformó. Y cuando volvamos al lugar de donde vinimos, ese en el que veremos cara a cara lo que somos, conoceremos cómo hemos sido conocidos (1 Cor 13, 12). Allí el recuerdo se transformará en una realidad que no pasa. Por eso pienso que más que recordar, lo que verdaderamente importa es ser, pues, aunque no nos reconozcamos ya más en esta tierra, no dejaremos de ser eso en lo que nos transformaron nuestros pensamientos y deseos. Más que lo externo, perdurará ese tesoro en el que pusimos el corazón.

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