Fíjense en esto: en 2015, Venezuela ocupó el puesto número 158 en el Índice Mundial de Corrupción que, año tras año, publica la organización no gubernamental Transparencia Internacional. En 2018, la caída nos llevó al puesto 168. En 2019, la situación empeoró todavía más: pasamos al puesto 173. En tanto que el camino hacia los puestos más bajos ha continuado, en 2020 llegamos al puesto 176 y en 2021 ―esto acaba de informarse― el país aparece en el lugar 177 de un total de 181. Esto significa que, de acuerdo con la percepción de distintos actores sociales, dentro y fuera de Venezuela, considerando una serie de factores, el régimen aparece como un poder cada vez más corrupto. En el último informe solo le superan Somalia, Siria y Sudán del Sur. La tendencia permite proyectar que en corto tiempo el régimen alcanzará la calificación como el más corrupto y corruptor del mundo.

Aunque pueda resultar obvio para algunos lectores, es imperativo recordar que en la categoría de corrupción se engloban una serie de irregularidades y comportamientos anómalos. Solo observándolos en conjunto se puede tener una visión de la profundidad y alcance que la corrupción ha logrado en Venezuela.

Corrupción son los sobornos que los funcionarios y autoridades de distinto nivel y especialidad obligan a pagar a simples ciudadanos, empresarios y cualquier organización que demande un servicio, un trámite, una autorización, el cumplimiento de un requisito.

Corrupción es el desvío de fondos y recursos públicos para fines distintos a los previstos en la ley. Por ejemplo, el uso reiterado de recursos públicos que se hizo en la campaña electoral por la Gobernación del estado Barinas, por parte del candidato del régimen, de forma descarada y sin disimulo, a plena luz del día, es corrupción.

Corrupción es que funcionarios del Estado venezolano, civiles o militares, utilicen sus cargos para beneficio propio, de sus familiares y amigos, como hacen los altos mandos militares que utilizan soldados como cocineros o personal a su servicio en sus domicilios, para faenas como mudanzas, o el caso de ministros y otros jerarcas, que tienen vehículos blindados y guardaespaldas para beneficio de familiares y amigos del socialismo del siglo XXI.

Corrupción es la absoluta incapacidad del gobierno y de los poderes públicos de impedir estos hechos, porque son los más altos funcionarios gubernamentales, los protagonistas, promotores, gestores y proyectores de estas redes de corrupción.

Justamente, para mantener y extender esta corruptela masificada, nacional y axial ―atraviesa todos los niveles de la administración pública― Chávez y Maduro han creado una cantidad increíble de organismos ―una suerte de Estado paralelo―; han burocratizado y militarizado el funcionamiento del país a niveles extremos ―para impedir los controles y facilitar la corrupción en cada esquina―; y han estimulado la práctica de un nepotismo sin límites, para así garantizar la creación de poderosas redes de negocios, comisiones, tráfico de influencias, chantaje e impunidad, que se extiende incluso a los órganos que estarían llamados a impedirla: la Fiscalía General de la República, la Contraloría General de la República y el Poder Judicial.

El resultado más evidente, inmediata y constatable es que una parte sustantiva del Estado venezolano ha sido colonizado por un pequeño grupo de clanes familiares, que lo tienen todo bajo su control. Lo que no está en manos de ellos se lo reparten gobernadores, alcaldes, unidades militares, colectivos, coordinadores de los CLAP, alacranes, miembros del PSUV, bandas dirigidas desde las cárceles, carteles del narcotráfico y más. Vuelvo a repetir aquí lo afirmado en artículos anteriores: Venezuela ha adquirido las proporciones de un botín que se reparten un grupo de bandas armadas. El país en manos de la delincuencia organizada.

Las consecuencias de estos trazos gruesos que he expuesto hasta aquí, han sido y son devastadoras: van desde el empobrecimiento real de la sociedad venezolana ―despojada de oportunidades, de servicios públicos, de educación de calidad, de sistema de salud, de garantías mínimas con respecto al resguardo de su vida y la de su familia―, hasta el cierre de las empresas públicas, la destrucción de la infraestructura nacional, la paralización y envilecimiento de la administración pública ―invito a los lectores de este espacio, si es que disponen de servicio de Internet, a visitar las páginas web de los entes gubernamentales, para que constaten hasta dónde llega el fracaso―. Es tan extendida la corrupción que, en no pocos casos, los sitios web oficiales ni siquiera tienen ya energía para mentir (por ejemplo, en la web del Instituto Nacional de Estadísticas, los datos sobre el índice de Precios al Consumidor se detuvieron en 2015). Tiran la toalla. Dejan de prestar servicio. Carecen de finalidad.

Tal como señala el marco conceptual que ofrece Transparencia Internacional a los lectores de su informe, el análisis general de los resultados pone en evidencia los vínculos reiterados y estructurales entre socavamiento de la democracia, violación de los derechos humanos y corrupción. Los venezolanos lo sabemos y padecemos en carne propia, tanto los que están en el país como los que vivimos fuera: mientras más poder concentra el régimen, mayor es el estatuto de impunidad con que actúan. Han alcanzado ese punto, como en Cuba y Nicaragua, donde la esencia del régimen es la corrupción. No una situación indeseable o excepcional, tampoco la conducta de unos pocos. No. Es su ADN, su esencia, su razón de ser.


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