Un día como hoy (7 de octubre) pero de 1940, Emily Riddell, una ama de casa de 49 años, vecina de la ciudad de Kent en Gran Bretaña, escribe en su diario personal: “Black day for me” (creo que no necesita traducción para nuestros cultos lectores). Después describe que no tiene dinero para pagar la construcción de un “shelter” y las bombas siguen cayendo a su alrededor, y agrega: “I feel thoroughly depressed having no shelter. What a life. Pipes are leaking in the bathroom again”. En varias películas que describen este período los muestran, siendo mi preferida: Hope and glory (John Boorman, 1987), en la que se observa su construcción y cada noche la familia baja de su casa al patio para esconderse en él. Muchas veces despertarán a la mañana siguiente dentro de ellos, y así será a lo largo de todos esos meses que duró el famoso Blitz: la campaña de bombardeo de la Luftwaffe sobre varias ciudades británicas al final de la Batalla de Inglaterra.

Los “shelter” eran pequeños refugios supuestamente antiaéreos debido a estar semienterrados en los jardines de las casas y por sus materiales de construcción y la forma curva de sus techos eran más resistentes que las viviendas. La verdad es que nada te podía salvar de un impacto directo pero estos habitáculos reducían las probabilidades de heridas o incluso la muerte si una bomba caía relativamente cerca. Dichos refugios se pusieron de moda durante el Blitz, muy probablemente para justificar que esa familia no se trasladaría al campo (o solo los hijos menores de edad) o a zonas no bombardeadas por la Luftwaffe. En el Imperial War Museum de Londres poseen uno para que los turistas puedan experimentar sus condiciones. Entras a ese pequeñísimo cuarto en el que se hacinan menos de diez personas, cierran la puerta y empiezas a escuchar los bombazos hasta que suena la más cercana que hace temblar todo el lugar.

El Blitz, tal como dijimos en nuestro quinto artículo de la serie que venimos dedicando a la Batalla de Inglaterra, sería el colofón de dicha campaña. Fue una especie de castigo por no haber podido doblegar a la Royal Air Force (RAF) y logrado la meta de la supremacía aérea necesaria para la invasión de la Wermacht. Se iniciaría el 7 de septiembre con el primer bombardeo planificado sobre Londres y se prolongaría hasta el 11 de mayo de 1941, llegando a otras 15 ciudades del sureste de Gran Bretaña (entre ellas Kent). Al principio tenía la meta de desordenar y desmoralizar el centro de poder y dirección de la guerra, facilitando así la invasión. Pero al no lograrse el dominio de los aires y recibir un fuerte castigo por parte de la RAF, los bombarderos comenzaron a visitar Londres todas las noches. Los cazas nocturnos y la artillería no estaban muy desarrollados, lo cual le facilitaba el trabajo a los bimotores He 111, Ju 88 y Do 17 de la Luftwaffe. Adolf Hitler y su Alto Mando cambiaron la estrategia considerando ahora que la destrucción de las ciudades de los tercos “ingleses” los obligaría a negociar y retirarse de la Segunda Guerra Mundial.

El 4 de octubre pasado se cumplieron ochenta años de la que fue la quinta entrevista del Führer y el Duce en Brener (frontera austro-italiana). En la misma, de acuerdo con las palabras del ministro de Relaciones Exteriores  de Italia, conde Galeazzo Ciano, tomadas de su Diario, «Hitler ha puesto las cartas sobre la mesa y nos ha hablado de sus planes para el futuro” (imaginamos que acá se refiere a la invasión a la Unión Soviética, aunque no lo señala el conde). Lo que sí afirma claramente es que se ha dejado de hablar de desembarco en las Islas Británicas: “Se le dará mayor importancia al sector del Mediterráneo, lo cual nos favorece”. Como afirmamos en nuestro anterior artículo dedicado al Pacto Tripartito (Alemania, Italia y Japón) sobre una de las principales consecuencias de la Batalla de Inglaterra: la búsqueda de nuevos aliados por parte del Tercer Reich para obligar al Reino Unido a salir de la guerra a través de métodos diferentes a la ocupación de su metrópolis. Entre ellos está la lucha en sus colonias o zonas de influencia como el Mediterráneo y Norte de África.

George Orwell

George Orwell en su Diario de guerra relata el inicio del Blitz en Londres el 7 de septiembre con las siguientes palabras:

«Las alarmas de ataque aéreo se han vuelto lo bastante frecuentes, y duran lo suficiente, para que la gente olvide si la alarma está o no en vigor en cada momento o si ha sonado ya la señal de todo despejado. El ruido de las bombas y los antiaéreos, excepto cuando suena muy cerca (menos de 1 kilómetro) se acepta como sonido de fondo para dormir o conversar. Todavía no he oído explotar ninguna bomba con ese estallido que hace que te sientas personalmente implicado».

Pero ya tendría la oportunidad al igual que millones de londinenses y vecinos de las otras ciudades afectadas. A los pocos días de esta entrada explica cómo la vida en la ciudad es imposible de llevarla con normalidad debido a las constantes interrupciones que generan los ataques y de los miles que queda sin hogar y los muertos. De la gran destrucción y del derrotismo que padecen algunos. Aunque, en un caso específico de un joven obrero de 20 años con el que habló en la calle: “¨Pese a todo, no le falta patriotismo. Una de sus quejas que había intentado alistarse en la RAF cuatro veces en los últimos seis meses y lo habían rechazado”. Nos llena de admiración el hecho que la libertad de prensa se mantiene en medio de la guerra con la descripción que hace Orwell del debate en los medios que muchas veces expresan un claro temor a la derrota o una fuerte crítica a la forma en que el gobierno lleva la guerra.

Y concluimos con la visión de Winston Churchill en su gran obra: La Segunda Guerra Mundial (1957), que confirma lo dicho por Orwell (que estaba del lado de la oposición). A pesar de los intensos bombardeos se buscó que la administración pública nunca se detuviera, pero lo más importante era que las instituciones y prácticas democráticas no se vieran afectadas. Si la Segunda Guerra Mundial era la lucha de las democracias contra la amenaza totalitaria, estas debían demostrar que sus principios de derechos y libertades estaban más vivos que nunca. Estas son sus palabras:

«Nunca desapareció el derecho a la crítica (…). Nos enorgullecía pensar que la democracia parlamentaria es capaz de soportar, superar, y sobrevivir a todas las pruebas. Ni siquiera la amenaza de la aniquilación intimidaba a los parlamentarios. (…) Después de todo, sin Parlamento libre y soberano, elegido por el sufragio universal, capaz de echar el gobierno en cualquier momento pero orgulloso de defenderlo en su época más oscura, era uno de los puntos en los que estábamos en desacuerdo con el enemigo. Ganó el Parlamento».


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