El decurso de la vida de la República de Venezuela está signado por la lucha entre el civilismo republicano y el militarismo en sus variados formatos.

La desmedida influencia y participación del estamento militar en los asuntos de gobierno ha constituido una rémora sensible y un obstáculo formidable al desarrollo civilizatorio de la sociedad y el Estado venezolano.

El proceso que culminó el 23 de enero con el derrocamiento de la dictadura militar de entonces y la restauración de la democracia creó la falsa impresión de que el militarismo estaba derrotado para siempre; que la institución castrense había asumido como mandato  su necesaria subordinación al orden civil, tal como lo prescribió la Constitución de 1961.

La consolidación de ese mandato no fue fácil. En los primeros tiempos hubo reacciones en contra de parte de los  sectores más reaccionarios de la oficialidad y, aunque parezca mentira, también desde sectores progresistas. Los primeros para defender privilegios propios del militarismo y los segundos invocando una sedicente revolución.

Sin embargo, el militarismo en tanto que visión y concepción del rol preminente de los militares en la sociedad y el Estado estaba disminuido, más no había sido extirpado del todo e hibernaba esperando condiciones propicias para saltar a la palestra.

El desgaste y consecuente pérdida de legitimidad del sistema político surgido del 23 de enero y del Pacto de Puntofijo reflotaron y potenciaron su regreso.

Ese regreso se fue materializando en la construcción de una conjura orquestada por oficiales de los distintos componentes de las fuerzas armadas de entonces. Conjura en la cual convergieron influencias tanto de residuos de la izquierda insurreccional de los sesenta como sectores conservadores y reaccionarios. El cemento de esa conspiración era que la solución a los problemas del país solo podía provenir de una intervención castrense y de un gobierno hegemonizado por las fuerzas armadas. Esto último es un claro registro de la concepción militarista de la conjura.

El intento de golpe de Estado del 4F/92 es la materialización de una conspiración largamente preparada. Intento que si bien fracasó en lo militar, no fue derrotado totalmente en lo político porque buena parte del país terminó solidarizándose con él. Y ese fue el efecto más importante de lo ocurrido y una consecuencia neta de la pérdida de legitimidad del sistema político imperante, así como una demostración de las ansias de cambio no satisfechas de un creciente segmento del cuerpo social de la nación.

La viabilidad de la conjura y sus nefastas consecuencias fueron posibles por el desgaste del sistema y por la desidia, dejadez y soberbia de quienes gobernaban. En tiempos anteriores al 4F los rumores y bolas sobre el descontento militar y de que algo estaba en ciernes eran crecientes. A finales del gobierno de Lusinchi, concretamente el 26 de octubre de 1988 (a poco más de un mes para las elecciones generales), se produjo una movilización de tanques desde Fuerte Tiuna hacia el centro de Caracas, un hecho grave, indicativo de algo, que nunca fue claramente explicado ni produjo las consecuencias disciplinarias del caso. Posteriormente a los sucesos del 4F se supo que el presidente Carlos Andrés Pérez había sido informado tanto por director de la Disip como del DIM –generales activos ambos y de su confianza– de un movimiento militar en ciernes y en el cual estaban supuestamente involucrados oficiales superiores y subalternos a la postre participantes en el 4F; no obstante, el presidente Pérez desdeñó los informes y no actuó en consecuencia.

Si los gobiernos de Lusinchi y Pérez hubiesen actuado como debían le hubieran ahorrado al país el trauma y las consecuencias nefastas tanto del 4F y del 27N de 1992 y probablemente contribuido a evitar la subida al poder del chavismo y su visión militarista.


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