Mientras escribo este artículo aún no se sabe quién es el ganador de las elecciones norteamericanas, aunque Joe Biden se perfila como el triunfador. Lamentaría que si finalmente se confirma su triunfo, la victoria no sea por una ventaja considerable. Le habría impedido a Donald Trump seguir atentando contra las instituciones democráticas y continuar enrareciendo el ambiente de confrontación que ha fomentado durante años en la nación más poderosa de la Tierra.

La democracia está obligada a ser moderada y discreta. La rutina institucional debe transcurrir sin sobresaltos, incluso en situaciones de conflictos. Con Donald Trump estos atributos del sistema se perdieron. Todo lo que toca lo convierte en desmesura.

Los comicios presidenciales se llevaron a cabo en un ambiente de crispación totalmente inusual, como nunca antes había ocurrido. Parecía que la cita electoral tendría lugar en un país en guerra, o en una república bananera, donde el déspota necesita darse un baño de legalidad. El día de los comicios, la Casa Blanca fue blindada por los cuerpos de seguridad, previendo disturbios que la pusieran en peligro. Muchos analistas anticiparon que se vivirían horas de zozobra y que la noche sería interminable. Nada que ver con el largo período en el cual la abstención superaba 50%, y los ciudadanos normales y corrientes se percataban de que había elecciones porque veían unas pequeñas colas en los lugares más insólitos habilitados para recibir a votantes apacibles: supermercados, parques y centros de recreación, por ejemplo.

Aquellos eran tiempos en los cuales los ciudadanos estaban complacidos con la fortaleza de las instituciones del sistema y no sentían la necesidad imperiosa de votar para reafirmar su solidez. En esta ocasión la atmósfera fue diferente. Dominó el temor  a perder lo construido a lo largo de más de dos siglos de evolución; o el deseo de imponer la nueva hegemonía representada por Trump. Más de 100 millones de personas sufragaron de forma anticipada. Se superaron todas las expectativas. Y el nivel general de participación rebasó los cálculos previos. En las urnas quedó patente la enorme polarización existente en esa nación entre quienes creen en los principios de la inclusión, la tolerancia, el respeto a las minorías, las relaciones respetuosas con el resto del planeta; y quienes piensan de un modo opuesto, o en todo caso, muy diferente. Quienes se inclinan por la supremacía blanca.

Trump dijo en repetidas oportunidades que impugnaría –judicializaría– los resultados si le eran desfavorables. Que cantaría fraude y les diría a sus partidarios que saliesen a defender en las calles su hipotético éxito. Estas frases las repitió a las pocas horas de cerrarse los centros de votación. Demandó que las autoridades electorales le reconociesen como triunfador. ¡Cómo puede decir alguien que ejerce la presidencia de la primera potencia mundial que le escamotearon el triunfo, si parte con la enorme ventaja relativa de ser presidente! Hay que ser bien lerdo para que a un dirigente político le birlen el triunfo encontrándose en esa posición tan privilegiada. Trump será cualquier cosa, menos mentecato. Debido a que iba debajo en las encuestas, su intención era introducir el morbo de la desconfianza en una de las columnas de la democracia: el voto. Actuar a lo Jalisco: si no gano, arrebato; sin preocuparse por las peligrosas consecuencias que su ambición desmedida puede desatar.

Las elecciones, jornada cívica por excelencia y parte esencial de las sanas costumbres democráticas, fueron convertidas por Trump en un escenario para proferir amenazas. Crear sospechas. Declararse vencedor sin que se hubiesen contado, e incluso ni siquiera emitido, los votos. La cita fue vista por él, no para consultar al pueblo norteamericano y acatar su voluntad, sino para atornillarse durante cuatro años más, al menos, en la presidencia. De allí su reacción destemplada e insensata frente a la eventual derrota. Su objetivo, al parecer, es llevar el caso a la Corte Suprema, donde posee la mayoría, para que sea allí donde se decida quién será el presidente por los próximos años. ¿Quién prevalecerá: el fallo de la Corte o la voluntad popular? Veremos.

Pronto  comenzará el trabajo de reconstrucción de un país que ha sido herido en una zona noble: la confianza. La tarea luce complicada. Personajes como Donald Trump provocan fracturas culturales muy profundas que luego resulta arduo soldar. Ese será uno de los retos fundamentales de Joe Biden si, finalmente,  sortea los obstáculos que empezó a ponerle en el camino el actual jefe del Estado.

Reintroducir la sindéresis en el ejercicio de la primera magistratura y rehacer el tejido cultural, debería ser una de las metas que Biden se proponga. La democracia y la inclusión atraviesan una crisis severa en gran parte del mundo. Es una luz que se apaga en muchos países. El lamentable espectáculo que estamos viendo en Estados Unidos afecta al resto de las naciones. Las elecciones del 3 de noviembre tendrían que servir para reinstalar la cordura en la Casa Blanca. Podría ser una manera de animar la reconquista de la democracia en otras regiones del globo, entre ellas Venezuela. Esperemos que así sea.

@trinomarquezc


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